Cicatrices

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Los hospitales no me asustan; me hacen revivir amargos recuerdos. Es todo.

Fue a los cuarenta que desperté de un coma de dos semana, desorientado, con gran parte del cuerpo vendado, dolorido, y sin un ojo. Fue la voz de Cindy llamándome lo primero que escuché, seguido del monitor que pitaba a la par que mi ritmo cardiaco. Lo último que recordaba era Irak, disparos, terroristas, una navaja clavada en mi ojo, y a Derek. Su rostro aflijido, corriendo hacia mí.

Cinco médicos me sujetaron para sedarme, tras perder el control.

—¿Cómo está, señor Duncan? —era el médico haciendo su revisión de rutina.

Llevaba una semana en ese hospital. Cindy continuaba a mi lado. Pese a mi ira. Mi silencio. Mi ausencia. No respondía a los doctores y era hostil. Me negué a la atención psicológica, aun con el shock tras conocer la noticia del fallecimiento de Derek, y habiéndome perdido su funeral (su familia jamás supo sobre nuestra relación).

—Lo tomaré como un «bien» —prosiguió—. ¿Continúa el malestar en el pecho?

—Ya se calmó —Cindy respondía por mí—. El dolor de brazos ha disminuido también. Mencionó que le molesta mucho el ojo. Bueno, la herida, mas bien.

—Ya veo. Señor Duncan, habrá que retirarle la gasa para revisión.

Pretendió tocar mi rostro, pero sujeté su brazo.

—¡Harold! —Cindy se puso de pie.

—Señor Duncan, debo revisar si no hay alguna infección. Piense en su salud.

—Quiero ir a casa —formulé.

—Sea paciente. Se le dará de alta cuando se sienta mejor. Ahora, si me permite...

—¡No me toque! —lo empujé.

—¡Harold!

—Señor Duncan, no de nuevo. Por favor, cálmese.

—¡Quiero ir a casa!

Comenzó el forcejeo y nuevamente llegaron refuerzos a someterme. Desperté atado a la cama la mañana siguiente.

—Harold... —sollozó Cindy, tras verme despierto. Su cansancio era notable, y había perdido peso—. Entiendo lo mal que la estás pasando... pero deja de hacerlo más difícil...

—¿Difícil? —fue un mal chiste para mí. Me sentía con el derecho de ser un idiota, al ya no tener nada—. ¿Difícil para quién? ¿Para ti?

—Ay, dios...

—¡Carajo! —forcejeé con los amarres—. ¡Perdí un ojo y a la única persona que me quedaba! ¡No me vengas con sermones! ¡Sólo quiero ir a casa!

—Harold, yo estoy aquí. Y tienes a Nathan también. Sólo te pido que... te relajes. Estás vivo, gracias a Dios. Con esta actitud sólo te haces daño...

—¡¿Qué maldita actitud?! ¡Tengo derecho a ser un idiota! ¡Perdí un maldito ojo, Cindy! ¡Derek está muerto!

Sollocé, y ella se acercó. No me resistí a su abrazo. Dejó que llorara en su hombro.

Sí, me relajé los siguientes días. Demasiado. No tenía ganas ni para comer. Cindy me alimentó, bañó y cambió las vendas la semana restante que estuve allí. Al salir nada mejoró. Estaba deprimido. Me sentía solo. Agobiado.

Mis opciones, tras volver a las consultas y que mi herida sanara, eran utilizar una prótesis o un parche. Ambas opciones me desagradaban.

Aquel ojo de vidrio (que aún conservo), idéntico a mi ojo izquierdo, era espeluznante. Incómodo. Humillante. Era fingir que todo estaba bien. El parche era ridículo. Un disfraz.

No utilizar nada era aterrador. Sofocante. Vergonzoso.

Fui enemigo de los espejos.

Terminé acostumbrándome al parche. Me convertí en un personaje llamativo. Esa transición marcó un antes y después en mi vida. Terminó por formar mi carácter.

Cuando me atreví a mostrarme en público con esa cara, comprendí el rumbo que debía tomar mi vida. Me separé de Cindy por segunda vez. Dejé de intentar acercarme a Nathan. Volví al Ejército, con la mente fría y el carácter más duro. Evité las relaciones estrechas y estuve solo; hasta que me jubilé, y mis prioridades cambiaron.

Me mudé al viejo hogar de Derek, y ya no estuve solo.

—¿Le gustan las hamburguesas con piña? —pregunta Henry, tomando una lata del estante, mientras empujo el carrito.

Planeamos un pícnic con los niños para el fin de semana.

—Lo que sea está bien.

—¿Por qué sus respuestas siempre son ambiguas?

—Como de todo, a diferencia de ti, señor Odio las Frutas, Verduras, Mariscos, Caldos, Cerdo...

—Ya entendí, papá.

—No me digas así. Es raro.

—Ya entendí, cielo —echa varias latas al carrito.

—Así está mejor.

La moraleja es que la vida da enormes giros. A veces quieres morir y a veces agradeces estar vivo.

—¡Papá! ¡Papá! ¡Quiero este! —Max se acerca, cargando un enorme camión dinosaurio o algo así.

—Maxi, tienes demasiados carritos. No esta vez.

—Por favor —chilla—. ¡Papá! —me ve.

—Ponlo en el carro.

Él da saltos de emoción, y obedece.

—¡Deje de consentirlo! ¡Tiene demasiados juguetes!

—Donaremos los que no use a un refugio.

—¿Qué? —exclama Max, horrorizado—. ¡No! ¡Ya no lo quiero entonces! —lo toma, para ir a dejarlo donde estaba.

—Amo que sea tan listo.

—No bromeaba con lo del refugio —río.

Nos damos un beso y continuamos con las compras.

Harold!!!Donde viven las historias. Descúbrelo ahora