Han subido la montaña sin detenerse ni cuando los músculos amenazaban con desmoronarse. Pisan sobre piedra resbaladiza y un suelo que se hunde. Quien dé un paso equivocado abrazará el golpe, tal vez la muerte.
—¡No mires! ¡Salta!
El grito eriza su nuca y Yuma alza la vista. El joven jaguar se ve cohibido y tembloroso con los pies al borde de la cascada.
—¡No puedo! ¡Lo siento! —grita. Su voz apenas llega a ellos cargado de vergüenza.
Todos en la fila permanecen callados. El instructor ruge. Luego de segundos en los que nadie más se mueve, el chico en el borde se quita el listón naranja del antebrazo, lo tira y se marcha. El estruendo del agua obliga a Yuma a imaginar el sonido de los pasos vencidos que se pierden en la selva. Se fija en su propio listón cuyas puntas ondean por el fuerte viento.
—¡Siguiente! —ordena el instructor y Yuma sale de la fila.
Se separa del resto, sube a la boca de la cascada con el semblante estoico. A diferencia de los más jóvenes, él ya no es un chico inexperto al que se le permita mostrar debilidad. Debería ser un ejemplo para esos cachorros. Sacude la cabeza y sigue subiendo. Sabe que no lo es.
El agua tiene su propio sonido y embota sus sentidos, las gotas le pegan en el rostro y arden en sus ojos. No le dejan ver completo el camino.
—¡No te detengas! ¡Solo salta!
Yuma se acerca al precipicio hasta que las puntas de sus dedos desnudos quedan en el aire. Una piedrita se desprende del borde y se pierde de vista en el mismo instante en el que cae. El agua la devora; él sabe lo que se siente, es la segunda vez que se encuentra ahí arriba. No por eso resulta más fácil. No por eso deja de mirar.
Cruza los brazos en una X a la altura del pecho, aprieta los hombros aunque sabe que el abrazo no va a mitigar el dolor de la caída. Se da la vuelta y queda de espaldas al vacío. La cascada y el río de su antiguo hogar cantan la misma canción, eso es lo que lo ha paralizado en las ocasiones anteriores segundos antes de arrojarse.
La primera vez que intentó las pruebas para unirse a las fuerzas de protección de la frontera en su nueva manada, no pudo saltar. No por el vértigo, no por miedo al dolor o al agua.
Sino por los recuerdos.
Han pasado años desde su ritual de paso a la mayoría de edad. La sensación de ser insuficiente permanece intacta, el miedo a fallar se atora en sus costillas. La diferencia es que ahora no habrá nadie que evite que la fuerza de la corriente lo arrastre.
¿Si aquél día no hubiera saltado, la relación con su padre sería distinta? Si no hubiera sido tan temerario y arrogante...
No. En aquel momento ya estaba roto. Era un omega, uno defectuoso; y, con o sin salto, estaba condenado a echarlo todo a perder. No pertenecía a su vieja manada, no tenía un lugar dentro de ella y el único vínculo que lo ataba a la tierra estaba deshecho.
Ya no importa, no vive allí. Lo dejó todo atrás.
Ahora está aquí, de espaldas a lo nuevo. Si no lo aceptan, volverá a intentarlo. Lo hará las veces que haga falta para demostrar que pertenece a la manada Balam, que puede ser útil en su nuevo hogar.
—¡Yuma-há! —grita Bej, el instructor.
Levanta los talones, muellea, flexiona las rodillas, cierra los ojos y el peso muerto con el que carga desde que tiene memoria viaja desde el fondo de su vientre hasta la boca del estómago.
Salta.
El viento atruena en sus oídos mientras cae. Mantiene los ojos abiertos, el cielo es inmenso y está tan lejos. Todo lo bello está siempre tan lejos.
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Esclavo del Deseo | Que te jodan biología #1
ParanormalUn vínculo más espeso que la sangre, una atracción imposible para la naturaleza y un romance prohibido que desafía al tabú. Omegaverse