Expuesto en lo alto

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Yuma se queda de pie en la acera frente a la puerta del enorme edificio. Desde su posición ni siquiera es capaz de contar cuántos pisos se extienden hacia el cielo. Todo el ruido de la ciudad le estremece los sentidos, un estímulo que le provoca dolor en las sienes.

Ahora entiende por qué la mayoría de cambiantes no son entusiastas de los viajes a las ciudades humanas: resultan excesivas. Se desbordan, parece que necesitaran arrasar con todo a su paso. Todo es más grande, más alto, más luminoso, más poblado.

«Hagamos más ruido, mostremos que estamos aquí, que vean. Que nos vean» grita la ciudad. Y Yuma la oye tan alto que solo quiere que pare. Le bastan unos minutos para comprender que vivir ahí le drenaría el alma. Es una sensación que se instala en cada parte de su instinto de supervivencia.

Se pregunta si Quillian también lo siente así.

Cruza la calle con cuidado, tropieza con gente que no mira otra cosa que las pantallas holográficas de sus relojes, que no escucha con sus propios oídos sino con esos pequeños aparatos incrustados en sus orejas. Absortos, ensimismados.

Uno de los humanos tropieza con otro y de pronto hay dos personas insultándose.

Yuma sigue el ejemplo del resto y continúa su camino. ¿Qué es lo que su padre admira tanto de la especie humana? «Son libres» le decía cuando se encerraba en el laboratorio. ¿Libres de qué? Se pregunta Yuma.

Las imponentes puertas de vidrio con el símbolo simplificado de la manada Moonlight le dan la bienvenida, Yuma las mira como si estuviera por colocar el cuello en el dogal de una soga.

En el invernal de sus veinte años, mientras vigilaba la frontera al oeste, le dispararon una flecha. Acertaron justo en su hombro. La fuerza del impacto lo desequilibró y le obligó a agazaparse detrás de una roca. Ignoró el dolor. Necesitaba ubicar al atacante, así que tomó el silbato para llamar al resto de la guarda de restrictores. Cuando una segunda flecha le rozó los dedos, el silbato cayó de sus manos.

Recuerda la adrenalina latiendo en sus oídos, augurándole el siguiente movimiento. Supo lo que pasaría después, la imagen apareció en la forma de un destello; y supo con certeza lo que debía hacer para evitar una herida mayor. Se movió a la derecha y la siguiente flecha le pasó cerca, sin tocarlo. De un tajo se arrancó la que tenía en el hombro, tomó su arcó y la disparó a un punto dado, sin pensar. El grito de dolor de su atacante activó su propio dolor. La sangre caliente bajaba por el brazo hasta la punta de sus dedos. Entonces recogió el silbato y lo hizo sonar.

Entrar a la farmacéutica de Quillian es eso mismo: una flecha clavada en algún lugar incierto. Debe arrancarla, ya. Tira de la puerta con la intención de dar pasos firmes.

Jala de la pequeña maleta y, al subir a la banqueta, una de las rueditas se atasca en una alcantarilla. Yuma tiene los sentidos embotados y solo quiere aislarse. Tira con fuerza, la maleta sale volando y la ruedita se queda atascada.

Maldice en voz baja cuando recoge su valija del suelo.

Ahora, una multitud de ojos curiosos lo escudriña, de manera que endereza los hombros. No quiere lucir perdido, algo que se notará enseguida si sigue caminando en línea recta.

—¿Acaso no es...? 

—Sí, creo que sí. Tiene que ser él: Yuma Blackwood.

—¿El hijo de..?

—¡Claro que su hijo! ¿No se había casado?

—Oí que cuando se marchó iba herido.

—Shh, ahí viene.

Yuma camina con el mentón levantado, pero sus ojos buscan desesperados una forma de desaparecer. ¿Cómo saben cuál es su aspecto? ¿Cómo saben su historia? Duda mucho que Quillian pase horas hablando de él. Sabe que su existencia es de esas manchas en el expediente que, si bien no puedes eliminar, al menos intentarás disimular.

Esclavo del Deseo | Que te jodan biología #1Donde viven las historias. Descúbrelo ahora