Глава Tретья

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III

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III

Todos los días son distintos, y cada persona también lo era. No existían los "cualquier otro", o el "común", todos tienen algo que los diferencia. Ese pensamiento, era de esos que solía abordar la mente de Maksim, el presidente de la cámara de ministros y mano derecha del emperador. Para él, nada era igual, y las cosas habían cambiado aún más desde la llegada de los inquilinos al castillo. La dinámica, ya no era la misma. Ahora, cada que salía de su oficina, o de su habitación y bajaba al resto de los pisos, siempre se encontraba a alguien nuevo, algo que lo hacía estar fuera de su burbuja de privacidad. Era complicado, principalmente porque ya no podía hablar o mencionar los temas que quería, por temor a que alguna de esas personas se enterase de lo que ocurría de manera interna con la corona, y bien dicen por ahí, que las paredes tienen oídos.

La taza frente a él estaba a medio llenar, eran las cuatro de la tarde, y él ya había bebido tres tazas de té, y sentía que no iba a poder controlarse si continuaba en esta habitación. Los pasos lentos y pesados de alguien fuera de la sala, hicieron que reaccionara de aquel laberinto en el que se encontraba su mente. Los guardias que se encargaban de custodiar la entrada de cada salón del castillo, abrieron las puertas, dando paso al emperador. El castaño se puso de pie con pesar, pues era un acto en señal de respeto a su superior, y él, aunque en parte respetara a su contrario, no le tenía tanta devoción, y hasta se podía decir que cuando estaban los dos juntos, a solas, los dos tenían el mismo rango de poder, eso hasta que se tuviera la presencia de una joven rubia en particular, quien parecía tener más control sobre la situación que los actuales presentes, ella tenía el mando.

—Buenas tardes, Maksim —saludó el Zar.

—Buenas tardes, majestad —contestó el ministro de una manera seca.

—¿Qué tal va tu día? He escuchado que has tenido ciertos choques con algunos de nuestros invitados... —agregó el viejo, dejando salir una risa llena de gracia. El hombre, les dedicó una rápida mirada a los guardias, para solicitarles de esa manera que los dejaran a solas y que nadie más entrara a la sala. En cuanto ellos acataron la orden y se fueron, el emperador tomó asiento frente a Maksim.

—Oh por Dios ¿Algunos? Crassus, mandaste traer a un grupo de inadaptados. Ellos piensan que todo esto es un juego.

—Y lo es.

—No es un juego de niños cuando involucras a la corona —contraatacó.

El emperador se quedó callado por un par de segundos. Si bien, el Primer Ministro tenía razón en sus palabras, no se podía negar que eso es en lo que se había convertido esta situación. Todo era un juego, y al Zar no le importaba involucrar la lucha por un trono y el corazón de sus nietos; tampoco parecía importarle que mientras ellos gozaban de riquezas, había gente peleando y derramando sangre afuera por ir en búsqueda de un cambio en el gobierno.

—¿Por qué te asustas? ¿Temes de un grupo de personas que no tienen ni voz, ni voto?

—No me refiero a eso, Crassus. Las cosas son verdaderamente inciertas en cuando a quién obtendrá el trono, y en caso de que Conan se quede y se case con una de las personas que trajiste, podría ser un peligro, no tienen ni estudios, ni la preparación suficiente para saber qué es lo que debe de hacer una Zarina.

El Juego del EmperadorDonde viven las historias. Descúbrelo ahora