Malas intenciones.

70 10 2
                                    

    Las tardes de ocio son tardes para explorar hasta el hartazgo, uno nunca sabe lo que puede hallar si se tienen los ojos bien abiertos y la suficiente curiosidad para adentrarse en los rincones más misteriosos de cada calle. Connor se entretuvo viendo a Ezio saltar de aquí para allá como cabritillo desbocado, cayendo sobre carretas llenas de paja o esquivando a los soldados como si se tratara de una especie de juego del escondite. El mestizo se quedó en lo alto del campanario mientras que Ezio andaba a sus anchas en el centro de Boston, manteniéndolo bajo su atenta mirada de centinela.
   
    Hubo días en que Connor también hacía lo mismo, correr y correr por los tejados y las avenidas conforme pasaban las horas y el sol caía sangrante en el horizonte, sin nadie más que él y sus pensamientos como compañía. A veces haciendo encargos para Aquilles, a veces para satisfacer su necesidad de agotar energía. Sus lugares favoritos eran los atracaderos o ese mismo campanario donde estaba, siempre pendiente de algún objetivo que cazar. Pocas veces volvía a la hacienda sin antes haber detenido a dos o tres mensajeros del temple o algún maleante con ganas de sembrar caos.
   
    Pero esos habían sido días en los que aún creía en los cuentos de la infancia y soñaba con ser una especie de héroe. Las circunstancias que le tocaron vivir se encargaron de recordarle en dónde estaba parado y el aterrizaje fue tan poco agradable que no le quedaron ganas de volver a intentarlo.
   
    —¡Vaya paseo! —exclamó una voz jadeante, cerca de donde estaba sentado. Un par de manos se sujetaron del borde y poco después asomó una cabeza de cabello castaño alborotado por el viento. Ezio se encaramó ágilmente para quedar de pie con las manos en la cadera —. No me había sentido así de inquieto desde... No sé, no recuerdo. ¡Pero menuda carrera! Estoy agotado. Y mira, el sol se ha esfumado.
   
    —Podemos volver a la posada si así lo deseas...
   
    —No, no. Es muy temprano para irse a dormir. ¿Quieres ir a mi nave? Tienes pinta de ser conocedor, te va a encantar —ofreció el avispado Ezio, sin poder parar su euforia. Acto seguido se lanzó en picada hacia una carreta con paja, dando un grito de emoción. Connor giró los ojos ante su comportamiento y se lanzó también, sin haber esperado a que el otro saliera de la carreta.
   
    Hundidos en hierba seca y entre sombras, sus miradas se encontraron. Recostados, giraron sus rostros al escuchar las risas uno de otro y pronto se hizo silencio cuando sus ojos conectaron. Los ojos de Ezio brillaban sobrenaturales como los del águila real, en ese momento achicados por su sonrisa. Los de Connor también despedían subtonos de oro, pero tenían matices más cobrizos y terrosos, ojos astutos de depredador a la espera de agazaparse sobre una presa. Se miraron largo rato sin mediar palabra, con solo el vaivén de sus respiraciones conforme recobraron el aliento.
   
    —Casi me aplastas —dijo Ezio, disminuyendo el volúmen de su voz, recostándose enteramente de lado para poder conversar.
   
    —Pero no lo hice —replicó el americano poniendo media sonrisa retadora. Ezio rió de él y se arrastró fuera de la carreta, tirando del brazo de Connor, ayudándolo a salir. La maniobra fue tan mal medida que acabó por echarse encima al enorme sujeto y ambos terminaron tirados sobre los adoquines. El italiano se partió a carcajadas forzadas debido al peso sobre su pecho, al contrario de Connor, quien se apresuró a ponerse en pie y a levantar a su compañero, sintiendo sus mejillas arder de vergüenza.
   
    —Lo siento, de verdad lo siento —dijo Connor atropellando las palabras, cruzando las manos frente a su pecho como siempre hacía cuando estaba nervioso, un gesto que Aquilles intentó quitarle más de mil veces a base de regaños o golpes con el bastón. Miró a Ezio por todos lados en busca de alguna señal de haberlo lastimado, esperando a que el italiano le dijera si estaba bien.
   
    —Yo también lo sentí —siguió Ezio haciendo circo de la situación —. Tus ciento ochenta libras no pasan desapercibidas —y continuó riendo. Connor se pasó ambas manos por la cara, ocultándose brevemente hasta que a Ezio le dio por calmarse —. Ya, ya, mi dispiace, no fue mi intención hacerte pasar un mal momento.
   
    —No malo, pero sí embarazoso —suspiró, y le esquivó la vista al tiempo que se acomodaba la túnica, quitando agujas de paja de entre su cabello. Ezio se acercó a él y le ayudó a quitar la paja restante, acomodándole tras la oreja la pequeña trenza con cuentas que llevaba del lado izquierdo y teniendo que ponerse de puntitas para lograrlo. Luego de lanzarle un guiño se fue trotando en dirección a los muelles, consiguiendo que el confundido Connor se quedara atrás antes de seguirle el paso a su repentina carrera.
   
    ...
   
    El mar inquieto meció la nave de lado a lado, haciendo que la pasarela temblara con el ritmo de las olas conforme Connor puso pie en ella. No era una cadencia a la que no estuviera habituado, pasaba tantos días en mar como en tierra que el movimiento de la nave pasó desapercibido para él. Una vez a bordo descubrió que Ezio ya estaba encaramado en el puesto del vigía, avistando horizontes imaginarios al otro lado del mundo.
   
    —¿Y bien? ¿Qué opinas? —quiso saber Ezio, dejándose deslizar por una cuerda hasta cubierta.
   
    —Es magnífica —dijo él, comprobando los nudos y alguno que otro tablón —. ¿De verdad navegaste tú solo desde Italia hasta aquí?
   
    —Así fue, me temo —resopló sin mucho entusiasmo. Se sentó sobre una caja y recargó los codos en las rodillas —. Tuve la fortuna de no cruzarme con ninguna tormenta, es un infierno tratar de manejar el timón mientras corres a ajustar las velas. No pegué ojo en semanas por miedo a perder el rumbo, a lo mucho tomaba siestas junto al timón, y si llegaba a notar que se movía demasiado me levantaba a enderezarlo. Pude descansar en cuanto vislumbré la costa. Los suministros también fueron un problema.
   
    —Debes ser un marinero experimentado si pudiste hacerte cargo de toda la nave, me impresionas —le halagó Connor, comprobando una vez más los nudos junto al palo mayor. Ezio negó avergonzado.
   
    —Hice lo que pude para sobrevivir. Si mi vida dependiera enteramente de navegar, ya estaría muerto. Mi padre intentó enseñarme a navegar en más de una ocasión, pero al final desistió al darse cuenta de mi escaso progreso, soy un fiasco.
   
    —No tanto si llegaste en una pieza —dijo Connor, tratando de que Ezio no minimizara sus logros —. Está como nueva —observó, refiriéndose a la nave —y aún así parece... No sé, más vieja que la Aquila —susurró para sí mismo.
   
    —¡Eh, idiota! Baja de ahí antes de que vaya a buscarte —se oyó por encima de la borda, en el muelle. Ambos Asesinos se miraron entre sí, dudando si asomarse o ignorar al inoportuno deambulante nocturno. Ezio hizo oídos sordos e indicó a su compañero que no hiciera caso. Los gritos reanudaron con más fuerza, cargados de insultos y burlas, hasta que consiguieron que Connor caminara hacia la pasarela de mal humor —. Vaya, vaya, parece que la sabandija se consiguió un amigo. Veamos si tú puedes darme lo que necesito de ese miserable pedazo de...
   
    —Largo —Connor habló en tono grave y lo acentuó con su expresión severa, como un lobo esperando cualquier movimiento brusco para lanzarse al ataque. El recién llegado frunció las cejas y estaba por abordar, pero Connor echó mano de su tomahawk para darle a entender que no se lo dejaría fácil —. Tu actitud no me agrada, no eres bienvenido.
   
    —No tenemos problemas contigo. Queremos al extranjero —dijo un segundo hombre de expresión neutral, vestido en una curiosa mezcla entre colono y nativo. A Connor le pareció familiar, pero no lo procesó por mucho tiempo. Se mantuvo firme en lo alto de la pasarela, mirando con enojo a los dos hombres.
   
    —Largo —repitió Connor —. No lo diré una tercera.
   
    El que había hablado segundo cerró los párpados por un momento y suspiró, para después mirar a Connor directo a los ojos, pero hablando hacia su acompañante.
   
    —No va a desistir. Pero tampoco resistirá por siempre, igual que Kanatahséton. Vámonos.
   
    La sangre se volvió fuego en las venas del nativo. Connor apretó los puños y mostró los dientes en una mueca amenazante conforme se dirigió a quien se atrevió a hablar de su hogar ancestral con semejante tono de burla.
   
    —Si vuelvo a ver sus caras, ¡lo último que verán será mi hacha hundida en ellas! —rugió sin reticencia, temblando de rabia al verlos marcharse con calma.
   
    —Volverás a vernos, Asesino —le aseveró el de voz monótona, pausando su andar para mirarlo por encima del hombro —. Después de todo, ya lo hemos hecho.
   
    Y se alejaron sin prisas, perdiéndose en las calles como dos transeúntes más. Connor seguía furioso, pero también se quedó confundido. ¿Que ya los había visto? ¿Dónde? ¿Cuándo? Además lo llamó Asesino. No los conocía. Sin embargo, la aplastante sensación en su pecho le indicó todo lo contrario.
   
    —Lamento que hayas tenido que lidiar con ellos —dijo Ezio mirando en la misma dirección que él —. Esos fueron los idiotas que le dispararon a mi nave, son demasiado insistentes.
   
    —¿De ellos te estuviste escondiendo todos estos días?
   
    —Sí. Sin recursos y sin fuerzas luego de un largo viaje, no pude hacerles frente. Pensé que sería buena idea venir aquí, ahora veo que fue un desastre —Ezio se quedó cabizbajo, haciendo el tonto mientras hacía como que raspaba los tablones con la punta de su bota. Connor suspiró y sacudió un poco la cabeza.
   
    —Fue buena idea. Pude abordar una magnífica nave italiana y evité que te hicieran puré.
   
    El italiano suspiró también y después sonrió sin ganas, para nada contento con la visita de esos hombres.
   
    —Volvamos a la posada a descansar. Mañana será un largo día —ofreció Connor antes de descender por la pasarela. Ezio apretó los labios y vaciló por un segundo, dejando que sus pasos lo llevaran tras el americano.
   

Como al paso del viento (Ezio x Connor)Donde viven las historias. Descúbrelo ahora