Divorcio disimulado.

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     Eran casi las cinco de la tarde cuando William aparcaba su coche frente al edificio de Fredbear's, en el estacionamiento designado para él y su socio Henry. El calor se hacía notar en el ambiente húmedo, pesado: la noche anterior había llovido sin parar, y la tormenta había sido de gran ayuda para conciliar el sueño luego de la atroz sorpresa que supusieron las flores en su garganta. Aún le ardía, lo cual le resultaba extraño; después de todo, el esfuerzo que supuso escupir tan solo un par de pétalos no se debía comparar con lo que sería vomitar más tarde una flor entera, o un ramo.
      Aprieta la mandíbula y el volante del carro antes de bajarse. Resulta que el amor es como el cáncer de pulmón: pasas toda tu puta vida evitando los cigarrillos, para enterarte a los sesenta años que te vas a morir de ese mismo algo que nunca estuvo planeado, ni mucho menos merecido. El hombre se baja del automóvil y lo cierra de un portazo.

    Camina con un muy mal sabor de boca, presa del malestar físico que lo atormentaba desde el día anterior. El dolor de su garganta y pecho se destacaba entre los demás que causaban las cicatrices de los resortes, vagamente sanadas. Pero lejos de molestarle debido a la incomodidad en la faringe, estaba claro que el verdadero dolor lo sufría su orgullo y dignidad. Ya no tenía ningún atisbo de duda de quién era aquel misterioso alguien que le había provocado semejante padecimiento. De quién carajo se había enamorado.

     Mientras abre la puerta del local, la imagen de su camarada le llega a la cabeza. No es que fuese un hombre exageradamente atractivo ni mucho menos: Henry tiene una apariencia común pero... peculiar. Y es un hombre grande, en todos los sentidos que pueda tener la palabra. Fuerte, ancho, pero más importante: brillante. Eso último no tenía nada que ver con lo físico, y sin embargo era lo que más provocaba sentimientos encontrados dentro de Afton. Lo odiaba pero adoraba saber más de él; atiborrarse de la esencia de Henry Emily. La envidia le carcome hasta la médula de tan solo verlo trabajar en sus robots, logrando crear una pieza totalmente funcional, astuto, con la tecnología tan jodidamente arcaica que manejaba. Sus piezas eran antiguas, y muchas veces no se comparaba a los aparatos refinados que William compraba en un afán de superarlo. Sin embargo... ¡Sin embargo su maquinaria siempre lo superaba por completo! Los niños preferían observar los disfraces animatrónicos de Henry, siempre chillaban de gusto debido a las nuevas mecánicas de bailes y coreografías que el hombre agregaba, hábil al pensar. Todo lo que William creaba lograba sorprender, pero no de la forma en que las creaciones de Henry lo hacían. Le daba más que rabia. Sentía la sangre arder bajo la piel, tanto que quería ahorcarlo. ¡Tanto que quería someterlo! Guardarlo en una caja fuerte, robarle sus ideas, robarle piezas de su identidad. Y sobre todo, quería sentirse halagado por él. Sentirse notado, pero lejos de las palabras vacías de ánimo que Henry le daba: "¡Qué maravilla!", "¡Vaya, es estupendo!". Quería más. Quería—

    Antes de siquiera poder llegar a su despacho, se detiene en seco con una tos desagradable, atronadora, como si tuviese un cactus atorado en el fondo de la garganta. Se golpea el pecho, primero de forma seca, luego dándose golpazos que lejos estaban de ayudar con su malestar. Algo está por salir, y William no pensaba quedarse en cualquier lugar a escupirlo. Menos sabiendo lo que eso significaba. Corre hacia el baño de caballeros, encerrándose exasperado, y se observa al espejo antes de volver a toser con la misma violencia. Golpea el mármol del lavamanos, intentando regurgitar aquello que lo invadía. Y luego de un minuto entero, logra escupir una flor pequeñita, violeta. Una nomeolvides miniatura. 

     William la toma entre sus dedos con delicadeza, pero observándola con desprecio. La cubría una gota minúscula de sangre, perturbando el suave color morado de la plantita. Pero antes de poder tirarla a la basura, la puerta del baño se abre de par en par.

     — ¡Will! —exclama el hombre de inoportuna presencia—. Dios, ¿qué mierda te pasa? ¿Estás fumando más de la cuenta? ¿A qué se debe esa tos?

    —A Michael se le resbaló el frasco de pimienta mientras cocinaba —Afton miente de forma vaga, ocultando entre sus dedos la flor en un intento vano de que Henry no la viese.

     La cara del rubio cambia a una expresión de pena en el momento en que William menciona el error de su hijo, cosa que lo sacaría de sus casillas en cualquier otra ocasión. Está harto de que Henry se invente esa máscara de padre ejemplar, siendo que su hija es un querubín en comparación a los tres engendros que él tuvo la desgracia de criar. "Estás siendo muy duro con Mike. Es solo un niño", solía decirle. "Un niño insufrible, Henry. Para ti es fácil decirlo."

    —Ah. Pobre chico, seguro se puso nervioso porque le estarías gritando o algo —Henry se ríe con sorna. Luego cambia de tema—. ¿Qué tienes en la mano?

    —No es nada.

    —... —Henry hace una pausa antes de hablar—. No es un delito amar a tu esposa —finalmente alega, haciendo alusión a la flor escondida en la mano de su compañero, mientras se arreglaba la camisa con cierto desinterés. Tampoco le interesa hacer entrar en razón a William sobre nada; ya no. Hace tiempo asumió que es un tipo complicado y sobretodo frío.

     Una oleada de alivio recorre el cuerpo de Afton mientras escucha el análisis de su amigo. "Claro", se dice a sí mismo: "No va a pensar en que estoy enfermo y por eso estoy escupiendo flores: cree que las compré para Clara". La idea le da risa por lo ridícula que es. Sin embargo, piensa en otra mentira para decir, que pueda excusar ese repentino acto de romanticismo, y de paso abrir camino a una forma de... poder curar la enfermedad al conseguir cercanía por parte de Henry. La idea de morir le aterra. ¿Morir de amor? Peor todavía.

    —Han estado siendo días difíciles —confiesa—. Clara está furiosa y..., bueno, decepcionada.

    Henry no emite palabra, por lo que William asume que no le sorprende que su matrimonio esté yendo mal. Eso lo hace enfadar, pero en seguida retoma su cuento falso:

    —Ha hablado sobre el divorcio, ¿sabes? Y nunca fui un mago con las mujeres, no sé qué quiere de mí. Supongo que si comienzo a hacer gestos románticos va a tranquilizarse un tiempo, y quizá se le olvide.

    —Tú la conoces más que yo —Henry se traga las ganas de hacer una mueca. A veces le sorprende que ese hombre haya durado tantos años casado con la buena de Clara—. ¿Le das una flor morada y carmesí?

   —No es carmesí —miente, pensando velozmente en algo que pueda engañar a su socio sobre la sangre en la flor—. Tenía una mancha de tinta en el uniforme y la planta se quedó así. No importa. Tengo el ramo de flores en el coche.

    William se aclara la garganta con miedo a toser otro pétalo más. Ya había salvado su culo con semejante excusa y no podía arruinarlo todo por un gesto nervioso.

    —Ah, ya. Pues bueno, estaba esperando a que llegases para almorzar contigo, pero veo que ya comiste un buen plato de pimienta en tu casa. Si necesitas algo, estoy en la cafetería.

    —Te acompaño. No probé mucho de esa porquería porque iba a aniquilarme. Tengo el estómago vacío.

    El rubio asiente, saliendo del baño camino a la cafetería. Todavía le sorprende un poco el hecho de que William Afton haya comprado un ramo de florecitas moradas para su esposa porque le da miedo divorciarse. No puede evitar reírse por eso, agradeciendo en el interior la buena relación que tiene con su esposa y Charlie. Suele usar a su amigo como ejemplo de qué no hacer a la hora de criar a su hija y tratar a su mujer. William es un buen amigo, digamos, y un excelente compañero de trabajo, pero sabe que como marido es insufrible.
    "Pobre de Clara", piensa.

Hanahaki [Willry | Helliam]Donde viven las historias. Descúbrelo ahora