Paso atrás.

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     El sol se hallaba en su punto más alto cuando Afton alzó su brazo, llamando la atención del apurado taxista en la carretera.

     Sus ojeras expresaban las consecuencias del desvelo de la noche anterior, y su ropa arrugada destilaba olor a alcohol.
     El hombre no paraba de rebobinar sus memorias, repitiendo una y otra vez, pasando entre la adoración y el desprecio, lo sucedido la noche anterior: el tic-tac del reloj en la pared; la confesión de Henry, susurrándole con aliento a tequila aquel profundo secreto; el beso que se habían dado tras rememorar sus albores; y finalmente la madrugada, donde apenas pudo conciliar el sueño, enrollado entre las sábanas, perdido al observar la manera en que el pecho de Emily subía y bajaba al dormir. Vigiló a Emily toda la noche, y el corazón se le estrujaba al percatarse de que su barba estaba mal recortada y que aún utilizaba su sortija de matrimonio para dormir. Incluso durante esas eternas horas, no logró discernir si su cuerpo temblaba de amor o rabia.

     El taxi se detiene y las ruedas emiten un chirrido al frenar contra el pavimento. Afton se sube en el asiento trasero e indica su destino sin preguntar por el precio.

     Una vez sentado, tamborilea sus dedos contra su pierna, llevando la mano izquierda a sus labios. Su rodilla iba de arriba a abajo frenéticamente, respirando con agitación. Miraba en silencio al hombre que conducía, y luego volvía su vista a la ventana, medio perdido entre el traqueteo de las ruedas del coche y el vivo recuerdo de los labios de Henry Emily. Aunque al volverle la mirada una vez más al taxista, se percató de que este fumaba un cigarro con el rostro rígido. Como debía serenarse de alguna manera antes de que sus pulmones le pasasen factura, Afton decidió fumar también.

     Podría asegurar que lo vivido se trató de un sueño. Un delirio suyo, producto de la tanatofobia y el perturbado anhelo que florecía, literalmente, en su pecho. Pero no. Oh, no. El beso que se dieron fue real. Henry lo había lanzado contra el sillón, y de no haber sido por el pequeño engendro que tenía por hija, hubiesen llegado a algo más. ¡¿Pero cuánto más?!

      Un suspiro tembloroso escapa por sus labios, exhalando el humo de tabaco, a la par que recordaba la manera en que Emily había intentado desabrochar los botones de su camisa. Su rostro lucía distinto: resuelto, bruto. Aquellos ojos verdes brillaban con aires... autoritarios. ¿Autoritarios? William ríe entre dientes ante la idea. Hombre, Henry tenía que estar demente para pensar que podría someterlo de cualquier manera. Y, Dios, si llegaban a echar un polvo, ni siquiera en su peor estado de borrachera permitiría que ese tipo se le acercase por detrás.
     No. ¡Con lo patético que se sentía de tan solo desear un beso suyo!

     Arruga la nariz ante el pensamiento, luego sacudiendo la cabeza para dejar de contemplar esa idea. Finalmente da otra calada al cigarrillo. El corazón le latía acelerado. La esposa de su socio se marcharía el viernes, y Emily había dejado en claro que la situación de la noche pasada se repetiría apenas Susan abandonase su hogar. Charlotte no volvería a ser un inconveniente: esta vez, los roces se darían en la habitación de Henry, ¡asegurándose de echarle el pestillo a la puerta!, y Afton le pediría que guarde silencio entre las sábanas. Es entonces que no puede evitar preguntarse qué tan ruidoso podría ser Emily en semejante contexto...

     ... Ah. Su pecho se sacude antes de poder profundizar en la idea, provocándole una tos seca. Ahí estaban otra vez esas condenadas flores, destrozándolo desde dentro cual impío tumor. Lleva el puño cerrado a sus labios y tose un par de veces, apretando los ojos y encorvándose como comenzaba a acostumbrar cada vez que aquel malestar azotaba su cuerpo. Respira hondo, alzando el mentón, y luego vuelve a ese bizarro expectorar.

     Por cada vez que golpeaba su pecho con la mano libre, un pétalo lila caía sobre sus piernas junto a su sangre. El taxista, que calaba tan sereno su cigarro, ni siquiera le dirigió la mirada mientras conducía. Evitaba peatones y usaba el claxon de vez en cuando, sin llegar a sobresaltar a Afton: después de todo, el veterano contador luchaba con vehemencia para no ahogarse con las nomeolvides enredadas en sus pulmones.
     Sin embargo, luego de unos veinte segundos de sorda tos y tembleques, el hombre frente al volante por fin se da la vuelta para reñirle, dejando caer la ceniza del cigarrillo sobre el asiento del copiloto.

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⏰ Última actualización: Feb 27 ⏰

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