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𝑳a tenue luz de una farola cercana se colaba entre las rendijas de las persianas a medio bajar de aquel apartamento ubicado a las afueras de Londres. De fondo solo podía escucharse el leve ruido del reloj cada vez que pasaba un segundo, aunque ese ruido terminó por cesar en el momento en el que alguien tomó el objeto y lo lanzó por los aires, provocando que este estallara en pedazos contra el suelo.
El responsable se encontraba tumbado en la cama, con la manta casi en el suelo y en posición fetal. Vestido tan solo con unos pantalones de cuadros azules, Luis se encontraba abrazándose a sí mismo mientras tiritaba, aunque no de frío.
Había vuelto a soñar con lo mismo de todas las noches desde que había cumplido los once años un doce de agosto: la escena de su abuelo mirándolo fijamente desde el sillón con los ojos inyectados en sangre, mirando a un pequeño Luis que lucía asustado en un rincón. El hombre mayor se levantó sin problemas de su mecedora de madera, cosa extraña debida a su ya avanzada artrosis. Caminó hacia la cocina y tomó una botella de vidrio verdoso, bebiendo lo poco que quedaba en ella de un solo trago.

- Abuelo, - habló el pequeño - ¿podrás hoy leerme el libro? Hace tiempo que ya no lo haces y lo echo de menos...
- No, déjame en paz. -Habló el anciano, aunque su voz sonaba distinta a cómo lo hacía normalmente.

Luis avanzó hacia su abuelo queriendo darle un abrazo. Desde que lo mordió aquel perro y comenzó a enfermar, el hombre había empezado a tener comportamientos muy extraños y rachas muy dispares. Había días en los que apenas podía levantarse de la cama y no hacía más que toser sangre, y había días como hoy, en los que parecía haber recobrado su agilidad de cuando era joven y cada vez que hablaba parecía tener la intención de lastimar a su nieto.
Cuando el niño se acercó, su abuelo lo tomó del brazo, haciéndole daño. De los ojos del pequeño comenzaron a brotar lágrimas de manera involuntaria. El anciando se acercó a su rostro.

- ¡¿Acaso crees que puedes acercarte a mí?! -su rostro era distinto, parecía una auténtica bestia- ¡¿Quién te crees, maldito mocoso?! Voy a darte una lección...

Y ahí terminaba el sueño. Cada noche, Luis se despertaba en el mismo punto, temblando, empapado de sudor y con el rostro húmedo por culpa de las lágrimas. Había noches en las que era capaz de volver a dormirse o al menos intentarlo, y había noches en las que era incapaz de alejar aquellas imágenes de su cabeza y le invadían las ganas de vomitar.

Con sus manos acarició su espalda, tratando de calmarse y volver a la realidad, pero durante el acto, las yemas de sus dedos encontraron la cicatriz de su espalda, haciendo que las imágenes de su abuelo provocándosela aparecieran y se repitieran una y otra vez con tal intensidad que Luis ya no sabía si era su imaginación o si realmente estaba pasando, porque recordaba cada palabra y sentía el dolor exacto. Sentía cómo hiperventilaba y cómo era incapaz de cambiar de posición.

No sabía cuánto tiempo había pasado, pero poco a poco consiguió calmar su respiración y lentamente, levantarse de la cama. Algo aturdido, caminó hacia dónde se encontraba su despertador hecho añicos en el suelo. Se agachó y lo tomó con las menos, dejándolo en su mesita de noche junto con el resto de sus piezas. Miró la hora que era en su teléfono móvil, O5:34 am. Tenía que coger un vuelo en cuatro horas, pero sabía que intentar volver a dormirse era inútil así que se dispuso a ir a la cocina para hacerse un café solo, sin azúcar.
Con la taza en la mano salió al pequeño balcón de su apartamento, donde había colocado un viejo sillón que encontró en una tienda de segunda mano y una caja de madera que hacía las veces de mesilla. En ella se encontraba una cajetilla de Lucky Strike, un cenicero que él mismo había hecho con una lata de sardinas vacía y su mechero. Este era un mechero de gasolina cuya caja era de color dorado con algunos grabados. Era el único mechero que poseía y cada vez que la gasolina de este se acababa, la reponía, se negaba a utilizar otro mechero. ¿La razón? Era lo único que le quedaba de su padre, quien desapareció junto a su madre cuando Luis tenía dos años.
Él no les recordaba, era incapaz. Lo único que sabía de ellos era que su padre era granjero y su madre ama de casa. Un día estaban, y al siguiente ya no. Todos en el pueblo lo veían con tristeza en la mirada, pero nunca nadie le contó lo que había pasado realmente, ¿le habrían abandonado? ¿habrían muerto? No lo sabía, pero lo que sí sabía era que a estas alturas ya no iban a volver a buscarle.
Dejó la taza en la «mesilla» y se sentó en el sillón. Tomó un cigarrillo y lo encendió, dando la primera - pero no última - calada del día.
Observó el paisaje que se mostraba ante él. Las vistas no eran las mejores: un descampado con alambradas que pertenecía al gobierno, algún que otro edificio alrededor y al horizonte se atisbaba la ciudad. Estaba comenzando a amanecer y, aunque no era un tipo que soliera detenerse para fijarse en la belleza de las cosas, no pudo negar que lo que veía era ciertamente bonito. Por un momento, tras meses de haberlo deseado cada día, le apenaba tener que despedirse de aquel pequeño piso en el que había vivido desde los veinte años. Y es que Luis tuvo que aprender a vivir por su cuenta desde que era bien joven. Su abuelo terminó falleciendo cuando él tenía once años a causa de la mordida de un perro salvaje, el cual le contagió con la rabia. A partir de entonces, fue criado por la familia de su mejor amigo: Carlos Méndez. Carlos y su madre Emilia lo acogieron en su hogar y lo trataron como a uno más. Le daban techo, comida, cariño, hasta le ofrecieron trabajar en su granja por una pequeña suma de dinero, pero Luis no quería eso, aunque les estuvo siempre agradecido.
A los quince años, tomó la herencia que le había dejado su abuelo - pactada antes de ser infectado - para irse a estudiar al extranjero, fue así como llegó a Londres. Allí comenzó a vivir en un hostal para jóvenes y a trabajar en un pequeño «pub». Ahorró durante un año hasta que pudo empezar a estudiar. Allí se dio cuenta de que era mucho más inteligente de lo que pensaba: razonaba con rapidez, tenía buena retentiva... También descubrió que había dos cosas que le apasionaban: las ciencias y las mujeres.
Le gustaban las mujeres altas, bajas, gordas, delgadas, rubias, morenas, mayores y menores que él -pero sin pasarse. Aunque le costaba ver la belleza en las cosas, era capaz de ver en cada mujer algo especial y atractivo, ya fueran sus ojos, su personalidad, su pelo... Pero su debilidad residía en las mujeres con carácter fuerte, aquellas lo enloquecían.

Consiguió entrar en la universidad con una beca que le otorgaron gracias a sus notas, las cuales eran casi perfectas. Llegó a tener el título de biólogo e investigador y era algo que llevaba con orgullo aunque consideraba que para él no era del todo suficiente.
Al acabar la carrera, buscó desesperado algún laboratorio en el que trabajar, pero aún con su casi matrícula de honor, era incapaz de entrar en ninguno. Estaba empezando a perder la esperanza, pensaba que tendría que volver a trabajar de camarero y aguantar a viejos borrachos bebiendo whisky barato hasta altas horas de la noche... hasta que recibió una llamada.
Su amigo Carlos había vuelto a ponerse en contacto con él después de tanto tiempo. Durante el primer año en Londres, Luis y él acostumbraban a mandarse cartas para continuar comunicándose, pero con el tiempo estas dejaron de llegar y él dejó de mandarlas. Cuando la llamada llegó a su teléfono, Luis vio un número desconocido, así que ilusionado lo cogió pensando que tal vez era algún laboratorio donde había ofrecido trabajo, pero cuando escuchó la voz de su amigo no sabía si era tan siquiera real.
Pero Carlos no le llamaba para ponerse al día, lo hacía para ofrecerle trabajo. Justo cuando Luis había empezado a preparar el currículum para echarlo en el «pub» más cercano, su ángel de la guarda decidió que ese no era su destino.
La situación era la siguiente: los mineros del pueblo habían llegado hasta una galería subterránea de gran tamaño donde encontraron piedras de ámbar que parecían contener algo dentro. Aquello fue comunicado a Osmund Saddler, líder de la iglesia de su pueblo. Este mostró tanto interés que se ofreció a financiar una investigación, y ese era el trabajo de Luis.
Ni siquiera sabía cómo su amigo había encontrado su número de teléfono, y de hecho ni siquiera le preguntó. Estaba tan contento de no tener que volver a escuchar a ancianos londinenses cantar canciones ininteligibles cegados por el alcohol que agendó el vuelo lo antes que pudo. Y el día llegó.
Cuando terminó el cigarro y el café, fue directo al baño. Allí se quitó los pantalones y la ropa interior para meterse en la ducha antes de ir al aeropuerto. Fue una ducha rápida, aunque le hubiera gustado darse una más larga. Salió del baño, se vistió con algo cómodo, tomó su maleta -la cual había dejado hecha la noche anterior-, sus llaves y demás objetos que llevaría en los bolsillos de su chaqueta y se fue del piso cerrando la puerta, sin saber cuándo sería la próxima vez que lo vería.

𝑨𝒖𝒕𝒉𝒐𝒓'𝒔 𝒏𝒐𝒕𝒆𝒔.♡

Aquí tenéis el primer capítulo, no es demasiado largo pero a medida que avance la historia lo serán.

Me he tomado la libertad de cambiar algunos aspectos de la historia y enriquecer un poco la vida de Luis porque amamos a un chico atormentado por su pasado.

Poco a poco iré subiendo más capítulos, trato de escribir todos los días porque se acercan exámenes y entregas y no voy a tener demasiado tiempo, os pido paciencia. Quiero ir dejando capítulos escritos para subir uno a la semana sin problema.

Espero que os haya gustado, nos vemos pronto, señoritas!

⤿ señorita . ━━━━ luis serra.Donde viven las historias. Descúbrelo ahora