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Vengo más rápido de lo esperado, ja, ja, ja, ja, pero, nuevamente con algo para su disfrute.

***

El ambiente del gimnasio se notaba lo suficientemente alegre como para molestar a Raymond, consiguiendo que los golpes al saco de boxeo fuesen un poco más duros. Para su mala suerte, siempre tenía en mente aquellos últimos años en los que había sufrido por culpa de su boca y la falta de regulación emocional. De cierta forma comprendía que había sido su culpa, y quizás por ello no insistió con Henry, pero su orgullo de hombre le gritaba que su expareja lo había dejado de amar.

Un último golpe seco justo al centro del saco puso fin a su rutina; tomó tanta agua como le fue posible mientras pensaba en qué tan posible sería volver a ver a Henry. Secó su cara con una toalla tan fuerte como pudo, importándole poco si se hacía daño, esa era su forma de actuar delante de un problema. Los golpes, las patadas, las largas horas en el gimnasio lo hacían aclarar su mente más de lo que alguna vez habría podido hacerlo una charla.

Tan pronto como sus piernas tocaron la pista de la caminadora, comenzó a trotar. Su corazón acelerado era en lo que necesitaba concentrarse, no en Henry. Al terminar de calentar no dudó ni un momento en salir hacia su auto, aun con el sudor corriendo por su espalda. Eran pasadas las siete de la mañana, había estado ahí casi tres horas.

El trayecto a casa fue abrumadoramente silencioso, por lo que se obligó a centrarse en sus pendientes de la escuela, pasando de largo cualquier cosa que no estuviera remotamente relacionada con la universidad. Casi como siempre la mañana no tenía nada nuevo que ofrecer más allá de un par de llamadas de su abogado y otro par por parte de algún profesor despistado, sin embargo, una idea dentro de su cabeza se había instalado para incomodarlo el resto del día.

Henry.

***

Antes de echar a andar su plan Henry debía ir a la oficina para firmar su entrada. Era bastante más temprano de lo normal, por lo que no había casi nadie aún, lo cual, por alguna razón lo hizo sentir más nervioso y observado, como si todos supieran que iba a cometer un crimen.

Quería creer que hizo lo que pudo con respecto a no correr a la primera oportunidad hacia Ray, pero a pesar de ello terminó cediendo gracias a su trabajo. Sea como fuere, no debía seguir pensando en ello y darse problemas innecesarios que ya no tenían cabida en su vida, pues Raymond cerca de él ya era un problema por sí solo. Con eso en mente se preguntó si de alguna forma iban a terminar juntos, y cuando se dio cuenta de lo que acababa de pensar, se atragantó con su saliva, tosiendo exageradamente. ¿En qué momento la tristeza se había convertido en anhelo?

Los nervios hicieron que la cabeza le diera vueltas y el estómago se revolviera mientras salía de la empresa. El día prometía tener un clima perfecto, y eso ponía aún más ansioso a Henry. Hacía mucho tiempo que no iba a su universidad, así que un poco de alegría se instaló en su pecho, decidiendo ignorar cualquier sentimiento que le provocara negatividad.

Caminó un par de cuadras hasta llegar a un punto de parada de autobuses, decidiendo al final tomar un taxi hasta la universidad. Los siguientes veinte minutos bastaron para que el rubio recordara la noche anterior, donde se encontró a sí mismo girando de un lado a otro en su cama hasta pasadas las tres de la madrugada. No había dormido prácticamente nada gracias a eso y a que despertó cerca de las seis. Sabía que él mismo se pondría en charola de plata ante la persona que se llevó su estabilidad emocional.

A pesar de lo que pudiera parecer en esa ocasión sería diferente, pues él se convertiría en verdugo de quien había sido el suyo. Tenía bastante claro que se presentaría de manera formal ante Raymond y después, haría lo que estuviera en sus manos para llevarlo por un café, aunque después de su noche de reencuentro nada complicarse.

Cuando llegó se sintió intimidado por las instalaciones, como si el lugar tuviera memoria y fuese a hablar en cualquier momento para delatar lo que había hecho cuando era estudiante. La sensación de ser observado se volvió cada vez peor conforme entraba al área de oficinas; y justo cuando estuvo frente a la oficina del director, su corazón latió tan rápido que temió desmayarse. Apretó la correa de su bolso y dio un respiro profundo antes de hablar con la secretaria.

La mujer se veía tan alegre como siempre.

—Hola, Henry, ¿venías a ver al director Manchester?

Él, nervioso, asintió mientras respondía tropezándose con las palabras.

—Hola, sí. Vengo a hablar con él sobre unos asuntos de trabajo —se rascó la nuca desviando la mirada—. ¿É-él se encuentra aquí?

La mujer rio despacio negando con la cabeza.

—Aún no llega, pero puedo llamarlo si quieres —Henry negó tan rápido como pudo—.

—A-ah, no hace falta. Puedo esperarlo.

—Entonces puedes esperarlo adentro si quieres.

—Ah, claro. Muchas gracias —dijo caminando hasta la puerta de la oficina, notando sus piernas temblar—. Ah, Nora —llamó la atención de la mujer con la voz más firme que pudo—. Por favor no le digas quién lo busca. Quiero que sea una sorpresa.

Con la respuesta afirmativa de la secretaria, cerró la puerta detrás suya, tomándose su tiempo para calmarse antes de sentarse frente al escritorio como aquella última vez. De repente ese día se repitió; vio a Raymond parado frente a él, con los ojos suplicantes y del otro lado de la habitación estaba él, con el corazón destrozado en su puño apretado. Respiró hondo un par de veces mientras veía con los ojos llorosos cómo le rompían el corazón.

Como muchas veces antes se preguntó si todo lo que Ray le dijo en ese momento había algo de cierto en su discurso. Si bien su ego se estaba quebrando de a poco, la dignidad ya se había perdido desde el momento en que tomó su decisión. Miró su teléfono buscando un pequeño consuelo para su ansiedad mirando la hora. Ocho con diecisiete. Suspiró derrotado recostándose en el respaldo de su silla.

De pronto el vello de su cuerpo se crispó, su garganta se secó y el corazón zumbó en sus oídos. Ni bien había cerrado los ojos la voz de Ray llegó hasta él. La razón de su visita a la universidad acababa de llegar y se hallaba abriendo la puerta de su despacho, desconociendo completamente lo que le esperaba dentro.

—Buenos días, señor —su corazón pareció detenerse por un segundo. Dios, su voz seguía haciéndolo temblar, pero debía mantenerse fuerte. Espero no haberlo hecho esperar demasiado.

Negó suavemente con la cabeza para ponerse de pie. Iba a enfrentarse a cualquier reacción posible, para ello se había preparado y estaba dispuesto a aceptarlo, pero, cuando Raymond lo vio sus ojos se cristalizaron y su ceño se frunció.

—Para nada, director Manchester.

Y entonces, saliendo completamente de sus expectativas, Raymond lo abrazó tan fuerte como le fue posible sin lastimarlo. Lo había llevado hasta él debía ser suficiente; sea cual sea la razón del porqué estaba allí lo agradecía.

—Gracias a Dios, Henry —sollozó el mayor—, sabía que vendrías. Sabía que ibas a volver —murmuró—. Lo sabía.

Para Raymond, en el preciso momento en que abrazó a Henry, las situaciones tan complejas por las que estaba pasando se esfumaron. Si bien era cierto que su adoración había vuelto a él, no podía permitirse alejarlo de nuevo, por lo que con toda su fuerza de voluntad se separó del muchacho, tocando suavemente sus hombros. Estaba ruborizado y con los ojos cristalizados. Dios, es bellísimo, se dijo.

—Hola Raymond —respondió con una sonrisa amable y teñida de culpa—. ¿Te molesta si te pido que vayamos por un café? Hay unas cosas que quiero hablar contigo, pero me gustaría que fuera en otro lugar —desvió la mirada hacia sus manos, escuchando los pasos del otro alejarse de él—. Tu oficina me trae malos recuerdos.

Raymond, aunque feliz, aceptó con un dejo de amargura instalándose en su pecho.

—Claro, Henry. Solo permíteme un rato —dijo, sentándose en su silla y tomando el teléfono alámbrico—. Llamaré a Nora para pedirle unas cosas.

El dolor en el pecho de ambos era diferente, pero a ambos les dolía, y eso era suficiente para demostrar que sus sentimientos seguían intactos después de tanto. Henry pedía no ceder ante aquellos ojos azules, mientras Raymond rogaba perderse en el paraíso que le daban los marrones páramos aperlados del chico.

Henry, las casualidades no existen [Henray]Donde viven las historias. Descúbrelo ahora