Prologo

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Mi abuela sentía una debilidad por Miguel, siempre le consentía y le regalaba dulces a escondidas de mi madre. Ella creía que a él le faltaba cariño, pero la verdad es que no. Incluso mis padres querían más a Miguel que a mí. Era un niño demasiado consentido para ser el hijo de la niñera.

Mis hermanas estaban encantadas cuando él llegó, escondido detrás de la falda de su madre con la nariz roja y los ojos hinchados de tanto llorar. Yo sabía que su presencia significaba problemas.

El día en que entró a nuestras vidas fue como un nuevo nacimiento, todos se preocupaban de él: si tenía hambre, la cocinera le preparaba comida lo antes posible; si quería jugar, mis hermanas se turnaban para entretenerlo; todo lo que él deseara estaba ante sus ojos en menos de cinco segundos. Y a mí me dejaron de lado, abandonada entre las sonrisas que le dedicaban a él.

Fue la infancia más aburrida que se pudiera imaginar. A pesar de que la madre de Miguel estaba allí para cuidarnos, su hijo era el protagonista. Era tierno, adorable, amable, cariñoso, risueño y un montón de bobadas más que pensaba la gente acerca de él.

Miguel se había robado mi lugar en la familia y lo peor es que a nadie le importaba.

Por eso lo odiaba.

Era estúpido, me decían mis amigos, ya que a mí nunca me faltó nada material.

Pero lo que yo anhelaba era amor, sentirme especial para mi familia y no ser alguien invisible.

Sin embargo, era difícil destacar: mi hermana mayor, Rosie, estaba estudiando economía para ayudar a papá en el trabajo, y Andre, mi hermana menor, era tan dulce como el azúcar y la niña más sociable que haya conocido en mi vida.

En cambio, yo era la que sacaba calificaciones promedio, la que no ganaba ningún premio en la feria de ciencias, la que no conseguía nada por sus propios méritos. Simplemente nadie.

Con los años, llegué a creer esa era una de las razones por las cuales mis padres trataban a Miguel como a su propio hijo.

Cuando el cumplió 16 le hicieron una fiesta, arrendaron un local e invitaron a los amigos de Miguel y a los de mi familia. Fue espectacular, hubo fuegos artificiales y mis padres le regalaron un auto para cuando cumpliera 18 y sacara la licencia de conducir.

Cuando yo cumplí 16, tres meses después del cumpleaños de Miguel, me regañaron por reprobar matemáticas y me inscribieron en una escuela de verano donde sufrí dos meses con chicos que no paraban de calcular nada. Lo único bueno de ese verano fue que conocí a Tristan y a Brady, los únicos que también fueron obligados a ir a esa escuela por reprobar.

Pero todo se complicó cuando Miguel celebró su cumpleaños número 18 y mis padres decidieron hacer algo más íntimo.

Fue una pequeña reunión entre mi familia y la de él. Su madre seguía trabajando para nosotros, Andre tenía catorce años y mi madre la consideraba todavía una niña. La hermana de Miguel, Alondra, viajó desde Londres hasta Arizona para esa fecha. Ella, a diferencia de su hermano, me agradaba.

Mi abuela había ordenado hacer un pastel gigante de crema y chocolate, decoraron la casa con flores y mis padres le susurraban cosas a Rosie con aspecto sospechoso.

En la noche, después de la cena especial que hicieron para Miguel, mis padres se pusieron de pie y levantaron sus copas para hacer un brindis. Dieron un discurso aburrido de lo mucho que lo querían y que era considerado como uno más de la familia Edwards.

Entonces, la abuela comenzó a soltar lágrimas de felicidad, Rosie no paraba de sonreir y mis padres se miraron entre sí como a punto de revelar un secreto.

Pero lo que dijeron fue más que un secreto, fue mi condena.

—Y por todo ese cariño que te tenemos, Miguel —dijo mi padre, radiante con su traje negro que fue especialmente hecho para la ocasión —queremos que formes oficialmente parte de esta familia. Así que este es nuestro regalo de cumpleaños, la mano de nuestra querida hija Valeria.

espera, QUE

Marry meDonde viven las historias. Descúbrelo ahora