Cap. 4

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"Mi vida es una mierda si soy solo a medias consciente de ella"

Estaba acostado en algo suave y frío, cuando me levante me di cuenta de que era fango al ver mis zapatos hundiéndose en el césped, que parecía flotar como en un estanque. Las copas de los arboles se balanceaban suavemente como un baile y el frotar de las hojas entre sí hacían un crujido silencioso casi como un susurro; una ligera lluvia de hojas cayó sobre mí, algunas de ellas me acariciaron la mejilla, me rasque con el dedo índice y lo retire al rozar mi piel... Helada. Tenía frío. A mis espaldas me miraba un ángel, tenía sus alas abiertas listo para volar hacia el cielo y su rostro inexpresivo ocultaba una profunda tristeza.
Era una estatua.

-¡Scott!

Aquella voz me hizo volverme con ligeraza. Estaba solo y la idea me dio miedo. Una oleada de frío invadió mi cuerpo ya helado, un nudo en mi pecho me impidió respirar. Manchas de colores revoloteaban en mi campo visual. Oí un crujido lejano casi como un eco, pero cuando divise su silueta en contra de una luz potente, proveniente del este, el nudo en mi pecho se deshasió. Ella lo hizo.
Erguí mi espalda; me quede quieto, en silencio, mirándola. Parpadee lentamente a propósito, no quería perderla de vista, temía que ella no estuviera ahí con sus ojos verdes mirándome solo a mi, su silueta fácil de reconocer y difícil de olvidar, su cabello rubio, sus labios rojizos...

De pronto, una luz brillante cegó mis ojos, cuando se adaptaron me di cuenta de la firmeza y lo caliente en mis pies, el sol que me quemaba la piel y una masa a mi alrededor golpeando mí hombro, cada una en sus asuntos. La presión en mi pecho volvió más fuerte, así que la busque con mi mirada en el flujo de gente, intentando de mantener la calma y pensar con claridad pese al delirio, que me causaba el dolor.
A través de una niebla blanca y espesa divise su mirada, pude percibir cada línea, cada borde, cada parte de su rostro voluminoso y pálido: su frente rayada con tres líneas de expresión casi invisibles,
su cabello que caía como una cascada de oro a los costados de sus mejillas gorditas y rojizas, y, sus labios rojizos que desprendía un aroma a fresas silvestres. Cuando fui consciente de la realidad, porque ella me desconectaba de todo como un interruptor, percibí la perturbación en mis labios. Quería probar el sabor de las fresas silvestres; una lágrima resbalo por ellos.

—Scott.

Sus brazos envolvieron mi cuello, suprimiendo la distancia que nos separaba. Sus labios suaves oprimieron los míos; mis manos tomaron sus mejillas calientes y húmedas.
Caliente y húmedo...

Desperté en una habitación familiar con una ventana a la izquierda adornada con plantas flotantes en el bordillo, húmedo por las gotas de lluvia posadas en el cristal. Sentí un hilo de sudor resbalar por el costado de mi rostro hasta mi clavícula desnuda y las palmas de mis manos estaban mojadas por la transpiración. Sentía que vivía un deja vu.

Apoye los codos en la colcha, que se hundió con mí peso, pero el esfuerzo me hizo consciente del dolor palpitante en la cabeza y el dolor en mis músculos tensos. Gemí.
Antes de desplomarme sobre las almohadas, unas manos suaves y cálidas me tomaron de los brazos. Dos canicas grisáceas me miraban conmocionada; hubo un momento de inmovilidad antes de que Bec me ayudara a incorporarme en la cama. Acomodo las almohadas atrás en mi espalda, y se sentó a mi lado en el borde de la cama.

—¿Estás bien? —pregunto.

—Humm.

Bec frunció el ceño y me golpeo en el pecho.

—¡Imbécil! ¡No despertabas, estaba preocupada! —exclamo con la voz quebrada y ronca— ¡Te dije que te cuidarás pero nunca me haces caso!

Una lágrima rodó por su mejillas sonrosada; limpie la gota cristalina con el dedo pulgar.

—Lo siento.

—¡¿Por qué lo sientes?! ¡Ah! —su mentón miraba hacia arriba en cada palabra. Estaba molesta.

—Por preocuparte...

Bec sostuvó su mirada húmeda y rojiza y recostó su mejilla en mi pecho, acarició con la yema de sus dedos mi antebrazo y en voz bajita dijo:

—Entiéndeme, no quiero perderte. Tengo miedo de que te desvanezcas en mis brazos ahora mismo. Te amo, Jake.

—Yo sé —bese su coronilla y la apreté contra mi cuerpo.

Cada vez que cerraba los ojos la divisaba contra mis párpados: su cuerpo envuelto en una sábana blanca, su mano sosteniendo la tela con pequeñas arrugas, su cabeza gacha que ocultaba las lágrimas en las cuencas de sus ojos.
No se merecía eso, ella no. Bec era realmente un ángel custodio, siempre estaba a mi lado, no hacia falta decirle qué necesitaba o cómo me sentía porque ella ya lo sabia.
Se sentó sobre mis rodillas con sus piernas a los costados de mis muslos externos. La acuné en mis brazos.

—Jake —dijo después de un prolongado tiempo en silencio.

—¿Sí?

—¿Me amas?

Me sonreí.

—Bec, te amo.

Levanto su mirada y me observó por un momento. Entrecerró los ojos.

—¿De verdad?

—¿Qué? ¿No me crees? —inferí divertido y sobre el ovulo de su oreja agregue- Supongo que debo buscar la forma que me creas.

Bec sonrió consciente del rumbo de mis palabras. Se sacó la camisa por la cabeza, dejando sus pequeños senos desnudos. Tomo mi mano y beso mis nudillos, humedeciéndolos con su saliva.

La lluvia azotaba el cristal de la cafetería, me senté justo en frente del mirador para observar a la gente que corría empapada, escapando del diluvio que caía fuera, o, a la gente que caminaba con el paraguas, que flotaba sobre sus cabezas. La verdad era placentero sentirte humano aunque sea por un momento. De pronto, me quede mirando mi reflejo en el cristal sin ver nada en realidad, el televisor que colgaba de la pared de ladrillos estaba encendida. No había captado mi atención hasta que mencionaron su nombre. <<Anne Smit>>
El lugar del accidente fue transmitido en televisión, la reportera narraba con aplomo lo ocurrido, teniendo al fondo el escenario del accidente: una cinta amarilla que prohibía el paso, pedazos de vidrios en el asfalto y el carro volcado hecho hojalata. Sabia desde temprano, por unas señoras mayores que murmuraba en la mañana en el autobús, que hoy enterrarían el cuerpo de Anne en el Cementery Nunhead.

Tome un sorbo de café y pose la tasa sobre el pequeño plato con una lentitud exagerada. Mi dedo índice golpeo la mesa tres veces con impaciencia. Rodé la silla hacia atrás y tome la gabardina de un tirón.
Una voz en mi cabeza me decía que corriera hacia ese lugar y obedecí sin protestar ni cuestionar.

Una luz apagada caía en las lúgubres tumbas, gotas de lluvia resbalan por las lapidas que miraban al cielo. Mis pies se apresuraron, hundiéndose en el fango, cuando divise tras la cortina de lluvia que caía y rebotaba en el barro para luego ser atrapada, varios paraguas negros que flotaban y se movían despacio.

Mis piernas flaquearon en la tercera zancada, no me sostenían, los latidos lentos de mi corazón martilleaba en mis sienes. El suelo se movía como olas en el oceano, que amenazaba con arrastrarme hacia el fondo, a un lugar oscuro y solitario donde nadie escucharía mis gritos, donde nadie extendería su mano para salvarme del abismo, del fondo, de mi...

—¿Está usted bien?

Una voz lejana se filtro en el agujero negro, mi salvadora había llegado, pero no lo sabía. Tras los destellos de los cristales que caían de allá arriba divise su rostro: pálido y regordete, por sus mejillas resbalaban gotas cristalinas hasta su clavícula y desaparecía por su camisa negra, las pestañas largas que cubrían sus ojos verdes me transportaron a el paraíso. Me quede inmóvil mirandola por un minuto. Una mano pálida y cuidada cubrió la mía; fue cuando me di cuenta que mi corazón comenzó a latir enloquecido y el dolor desapareció como si un analgésico fluyera en mis venas. Era ella...

—¡Vee!

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