Bebe

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De niño estabas muy enfermo. La temporada de gripe te atacaba con saña cada primavera. Nunca te dejaban quedarte en casa descansando. Tus padres te decían que era porque el mundo real no te lo iba a poner fácil.

La vieja retórica de los Baby Boomers.

La verdadera razón era que no querían estar contigo más tiempo del necesario. Tardaste más de lo que te gustaría admitir en darte cuenta de por qué. (Pasaste demasiado tiempo preguntándote por qué no te querían; qué te pasaba, que incluso tus propios padres te tenían poco o ningún afecto. Por qué no podías ser mejor, por qué había algo tan fundamentalmente malo en ti que las personas que te trajeron a este mundo no podían quererte).

Tus padres eran mayores cuando tuvieron: un accidente convertido en obligación. Una última oportunidad de tener un hijo y la familia de la foto perfecta. Pero un bebé es algo más que una sesión de fotos y atrezzo para presumir ante los amigos. Se dieron cuenta de que no querían enfrentarse a la realidad de criar a un hijo.

Una comprensión que llegó demasiado tarde para ti. Eras desordenado y necesitado y todas las cosas que a los niños se les debe permitir ser. Todas las cosas que se entrometían en su vida prístina.

(Pensaste que quizá te echarían de menos cuando ya no te tuvieran. Se darían cuenta del hueco que llenabas en sus vidas. Cambiarían de opinión.

Pero no fue así).

Te obligaron a ir a la escuela cuando estabas enfermo, a trabajar, de adolescente. No sabes cuidarte. Has intentado cambiar. Sabes, racionalmente, que se equivocaron: nadie merece una crueldad innecesaria y habitual.

El conocimiento no siempre se presta a la curación.

Supones que los Mikaelson son prueba suficiente de ello.

Rebekah te observa tumbado en el sofá, abatido. Las réplicas de adrenalina aún te crispan los nervios. Cada pocos minutos se ofrece a traerte más agua o comida. Las náuseas te impiden comer. Aceptas para que deje de preocuparse.

Pero cada vez que sale de la habitación las paredes empiezan a cerrarse a tu alrededor y cada vez que vuelve empiezas a sentir que vas a arrancarte la piel a arañazos. No sabes lo que quieres. (Aparte de dormir; estar solo; que te abracen y te consuelen como si alguien se preocupara por ti hasta que olvides los espíritus y los recuerdos que te persiguen).

No dices nada de eso. Aceptas el té que te trae Rebekah antes de que ella se acomode de nuevo en el sofá, acurrucada a tu alrededor como un dragón dormido. Permanece tensa a tu lado. Reconoces la tensión en el aire, pero no tienes tiempo de ocuparte de las disculpas que Rebekah ha estado preparando durante el último mes.

(También estás demasiado cansado para decirle que la perdonas.

Parece que es lo que mejor se te da).

Esperas con ansia el regreso del resto de los Mikaelson. Te fijas en la cara de Finn al instante. Está vivo. Una de tus preocupaciones, al menos, está resuelta. Finn está aquí: sano y sin adagios. El alivio te invade.

(Incluso si Klaus le hubiera traicionado de nuevo, no le habrías dejado quedarse así. Vampiro mentiroso o no. Finn es tu amigo. Irías contra Klaus por él... por cualquiera de ellos. Son tuyos.)

La posesividad lo suficientemente fuerte como para rivalizar con la de Klaus se levanta y te sacude de golpe. Te das cuenta de que has estado mirando a Finn demasiado tiempo cuando percibes un sutil movimiento de su cabeza. Más tarde, dice.

Todavía no has aceptado el hecho de que Finn es un Mikaelson. Más le vale estar preparado para la discusión de su vida una vez que ya no sientas que estás al borde de un ataque de nervios.

Pasteleria | MikaelsonDonde viven las historias. Descúbrelo ahora