El día pasó demasiado rápido, para cuando Elizabeth se dio cuenta el sol ya se estaba poniendo de nuevo.
A penas y había tenido tiempo de visitar a Peter antes de que Maya le asignará un montón de tareas para la celebración de esa noche, su único consuelo era que ni Julián, ni Maat y mucho menos Abayomi se habían salvado de un destino igual de nefasto que el suyo.
Mientras Elizabeth tejía las pulseras que llevarían puestas, una tradición que se remontaba al Antiguo Egipto, no podía dejar de reír al ver que Julián pasaba frente a ella cargando un tronco de un lado (el otro lo sostenía un muchacho del pueblo que no conocía) y tenía una apariencia de lo más desastrosa.
Se distrajo tanto que olvidó lo que estaba haciendo y pasó una cinta erróneamente, arruinando el trabajo que había adelanto y teniendo que desarmarlo para comenzar desde cero.
—Ya quisiera verte a ti haciendo esto. —dijo Julián en medio de un gruñido. Su rostro estaba sudado y rojo a causa del esfuerzo que empleaba.
—Para mí suerte, la madre naturaleza te bendijo a ti con fuerza superior. —respondió fingiendo un halago, aunque la broma estaba implícita en su tono. —Deberías hablar menos y trabajar más. —sugirió pinchándolo.
Julián rodó los ojos y le dio una mirada cargada de veneno.
—Lo mismo le digo, señorita. —inquirió remarcando la palabra con burla.
Elizabeth pensó en una repuesta ingeniosa pero no tuvo el tiempo de responder ya que los perdió de vista en cuanto cruzaron el callejón para salir a la plaza.
Ahí se montaba una pequeña fogata para llevar a cabo la festividad; Maat le explicó que bailaban y cantaban toda la noche hasta el amanecer, momento en que le agradecían al dios Atón por la vida.
—Por eso llevamos pulseras de color oro, para rendirle honores. —comentó la joven. —La reina Nefertiti impuso la costumbre durante el reinado del Faraón Akhenaton, en el año 1340 a.c —agregó con una mirada soñadora.
La pelinegra desde que llegó había notado que disfrutaba enormemente de aquellas historias.
—Dicen que fue una gran gobernante y que durante su mandato se impusieron distintos aspectos religiosos que beneficiaron a Egipto. —dijo en el mismo tono esperanzado que tenían sus ojos.
Elizabeth esbozó una sonrisa enternecida, le recordaba a ella cuando tenía su edad.
Elizabeth estaba realmente interesada en la narración, aunque cada vez que Maat mencionaba aquel nombre, Nefertiti, un estremecimiento le recorría todo el cuerpo y unas ganas de huir se instalaban en casa uno de sus nervios.
La sensación era tan intensa que no se dio cuenta que Maat había dejado de hablar y observaba con preocupación, Elizabeth hizo un gesto con la mano, instando la a continuar; la joven continuó con su relato sin estar muy convencida.
—Cuenta la leyenda que asesinó a su padre para hacerse con el trono, en complicidad con su esposo, aunque dicen que él la manipuló, cegado por la ambición y el poder. Sin embargo, no está claro si el heredero era Akhenaton o Nefertiti, los historiadores aún difieren sobre eso, pero la mayoría se inclina a pensar que Akhenaton era el hijo del Faraón.
Su tono de voz era solemne y a penas un susurro, como si tuviese miedo que el espíritu de la mismísima reina viniera por ella.
«¡Mentira!» gritó una voz en su cabeza. «Todas son puras blasfemias difundidas por mis enemigos».
Elizabeth sintió que la bilis le subía por la garganta provocándole arcadas; Maat la tomó por un hombro, asustada.
Su mano fue inmediatamente a la frente, Elizabeth se estremeció al sentir la piel fría contra la suya. Lo ojos de la joven se abrieron de par en par, alarmados.
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Ankh ©
Teen Fiction«Lo que se escribe en la arena se lo lleva el viento, pero lo que se talla en una piedra perdura para siempre». Elizabeth Twoys vive una vida solitaria, sus padres murieron hace muchos años, y solo cuenta con su mejor amiga, Carmen. Una llamada de...