Aquella tarde, después del primer viaje en el tiempo, sentada en el banco del paseo peatonal, Ana se miró las manos. Uñas postizas, de gel o alguna cosa pegajosa de esas que una coreana consiguió estirar, tornear, pintarrajear. Ellas le devolvían la mirada, como prótesis que no se integran sino lo contrario: se despegan de todo lo que las rodea. Las postizas parecían gritar "¡No estamos con ella!"
Ana parecía la prótesis de sus uñas.
Hacía calor y Ana se podía apantallar con esas manos de mandarín del medioevo. Lo hizo. Podía provocar una brisa que rodeara sólo su rostro, mientras pestañeaba al compás a todo el que la mirara al pasar deprisa: "Sí, he visto que me miras". Devolvía el saque. No podía limpiarse el culo con esa manicura, pero no se las había puesto porque le fueran útiles para hacer nada con las manos. Salvo sostener una copa de vino para la foto.
Entonces cayó en la cuenta de que todo había sido real. Sus manos, inutilizadas, eran una prueba. ¿Cómo, sino, se había marchado directo al salón de estética, para pedir que le dieran el diseño más extravagante? Eran cinco centímetros de arrebato. Sin dudar. Sintió que un peso se soltaba desde sus hombros y se abandonaba a sus pies, como si quedara allí un cordero que había cargado sobre sus espaldas a través de cordilleras de piedra y sol porque a su caravana se le murieron los camellos. Era el peso de ser correcta. E invisible.
- Vaya... - murmuró y se tocó la frente - ¿Tendré fiebre?
Algo flotaba entre ella y todo lo que la rodeaba. El aire resplandecía. El tiempo se suspendía en cada mota de polvo que arrastraba la brisa sin destino a esa hora en las calles. El tiempo era lo que veía en todo; se arremolinaba en los escaparates a la sombra, perseguía trozos de papel, se agitaba ante los sensores de movimiento y abría las puertas de las tiendas para que entren los fantasmas.
Ana repasaba el recuerdo del recuerdo, porque ya no recordaba igual. El recuerdo que tenía de un paseo por la playa chocaba con el nuevo recuerdo, un nuevo paseo por esa misma playa. ¿Era una alucinación?
Vamos a ver. Esa playa era la playa que conoció la primera vez. Sin cambios. Sus padres estaban allí. Sus hermanos. Sus carnes. Se apretó las nalgas para comprobar si despertaba del sueño y su madre la regañó. Se levantó la camiseta hasta la cintura para verse el ombligo.
De esa manera concluyó su primer viaje a sus dieciséis. Viendo su ombligo. Qué ironía del destino que ahora recordara su propio ombligo en esa edad de carnes firmes. Como si toda su adolescencia hubiera sido la visión de su ombligo.
Lo que sabía que había vivido y lo que había revivido eran polos que tiraban de ella. Levantaba la mirada al cielo y desde allí regresaba, buscando con la vista el artefacto que la dejó en ese lugar con el recuerdo vago de lo que pudo haber pasado, lo que pasó, lo que debía haber pasado y no pasó, lo que pasó con lo que pasó, bajo una luz que difuminaba las figuras.
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¡Bueno! Este ha sido el inicio y la presentación de Ana, la protagonista que no sabe qué hacer con una manicura de uñas postizas y la habilidad, recién descubierta, de viajar a su propio pasado. Sin romper nada ni matar a Hitler.
Te agradecería con un abrazo si me dejaras tu opinión. Aunque tengo una edad, aún hay cosas nuevas para mí y descubrir Wattpad ha sido una agradable sorpresa.
¡Continúa leyendo! Puede que te pierdas menos que Ana...;-)
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Verás tus piernas pasar
HumorAna cree que tiene una vida plena, hasta que descubre que puede viajar a su pasado. A través de fotografías, se desplaza en el tiempo y en su propia historia para descubrir a una Ana diferente a la que ella recuerda. Sólo se reconoce por sus piernas...