Un sueño con aroma a frutas

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Ana permaneció de pie, en la arena y ante un mar con aroma a frutas. Se sentía como un arroyo que desborda al romper diques. Parecía haber tomado litros de café.

Caminó detrás de su padre. Escuchaba una música que llegaba como un eco hasta ellos desde la calle que daba al malecón. Además de la música, Ana podía escuchar sus propios latidos bajo la piel del cuello. Sus ojos se adaptaban sin esfuerzo a la luz de la tarde que ya caía y dejaba paso a la noche. La ciudad se metía en el mar con su traje de luces.

Mientras caminaba se llevó las manos a su trasero. Se le escapó una carcajada de sorpresa porque no podía abarcar cada nalga en una palma.

Entonces su madre se gira y la mira.

- ¿Qué haces? - dijo con el tono de voz ronco, el que recordaba Ana como señales de histeria en progreso - ¿Te estás tocando el culo?

- Sí, aún está ahí - dice Ana y le sostiene la mirada a esa madre que parece ella detrás de una caja de supermercado. Duda que en verdad esté viviendo un sueño.

Su madre se abalanza y la toma por las muñecas, le junta ambas palmas frente a ella como si fueran una plegaria y controla que sus pantalones cortos se mantengan en su sitio. Ana es sacudida como una muñeca a la que visten.

- Compórtate -  es la advertencia. Y como respuesta Ana se estira y endereza su espalda mientras alza sus cejas.

El flash llega hasta ellas, su padre ilumina con su cámara la playa que se pierde en la oscuridad sin luna. Se distingue a un niño de unos doce años que salta sobre las olas que pierden fuerza ante él. Es Diego, el hermano de Ana, que irrumpe para confundir la realidad con los sueños otra vez. Realmente, Ana está en ese momento, en ese año.

¿Y qué era esa música? ¿Lambada? Vio su sombra distorsionada por la poca luz que la iluminaba desde los puestos de comida. Y se levantó la camiseta, tres tallas más grandes, para atarla por encima de su cintura. Por fin, el ombligo al aire al caminar la lleva hasta reunirse con su familia. Caminó al ritmo de los tambores, como si saludara al mundo con la piel de seda que el sol pintó. Sus caderas van hacia la izquierda, hacia la derecha, hacia la izquierda, hacia la derecha otra vez. Si desea poner un pie detrás del otro, lo consigue. Su cuerpo es dócil y entusiasta. Pasa las yemas de sus dedos por los muslos mientras cada paso levanta arena que se lleva el viento.

Piensa que no recuerda así ese día. No, ella no era esa chica que camina como si bailara. No sintió esa mezcla de deleite y gratitud, ese derecho a sentirse orgullosa de sus hormonas. Pero entonces ¿Qué ocurre?

El grupo familiar que la recibe también se hace preguntas. Su madre tiene los brazos cruzados sobre el pecho y apretados los dientes. Resalta el músculo que sostiene su maxilar. Sus hermanos contienen la respiración. Su padre frunce el seño y sonríe a la vez, algo que sólo él podía ser capaz de hacer.

- Ani ¿estás bailando? - pregunta Lucía antes de cruzarse de brazos para copiar el gesto de su madre.

Ana sólo asiente con la cabeza. Su voz le es tan extraña que calla porque teme romper con ella el hechizo. La voz con el paso de los años cambia, aunque nos parezca que es la misma desde que comenzamos a hablar.

Todo lo que está dentro de nosotros parece inalterable sólo porque lo creemos así. Hasta que un día lo confrontamos. Alguien nos trae una grabación, una fotografía, una prenda de vestir, y podemos ver la distancia que ya recorrimos.

Ana mira a su padre que intenta explicar a su mujer algo de la cámara de fotos. Toquetea el lente ante la mirada distraída de su interlocutora. Lucía se gira hacia ellos y atiende. Su padre, un hombre alto de hombros anchos y una marca del fórceps al nacer que luce aún en su frente ancha de legionario romano, tiene entre sus manos una cámara de fotos que parece demasiado pequeña para él, y sin embargo sus dedos alcanzan a manipular cada recoveco de la carcasa de aluminio. 

Levanta con un gesto la cámara hacia Lidia, que ya no lo mira aunque sigue ahí para recibir sus instrucciones técnicas sobre la fotografía sin luz, y se escucha un click. Lidia lo escucha y lo mira de nuevo de frente y a veinte centímetros abajo de esos hombros. Se le endurece el gesto y suelta unas palabras que Ana no oye pero hacen reír a su padre mientras se encoge de hombros.

El viento acelera y levanta ráfagas con arena. Ana cierra los ojos y se cubre la cabeza con los brazos.

Algo la empuja y zarandea como si fuera un saco de boxeo. Ana quiere sentarse para mantener el equilibrio y de repente se hace el silencio. 

Abre los ojos para mirar entre sus manos y está en el sofá de su casa. A veinte años de aquella playa. Con náuseas.

Al contarle el viaje a Wendy, tiene la fotografía en sus manos. Su amiga la toma y observa.

- No pareces la misma, Ani - Dice Wendy.

Ana levanta a la vista de Wendy el dorso de sus manos y sus uñas hechas por la mañana.

- No - le responde - Estoy poseída por Rosalía.

Verás tus piernas pasarDonde viven las historias. Descúbrelo ahora