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Capítulo M. 

                          

Al día siguiente Sana despertó sintiendo un extraño vacío en su corazón. Se estiró lentamente y, toqueteando las sábanas arrugadas a su lado se dio cuenta de que algo faltaba, aunque no sabía exactamente qué era. 

                          

Quizá, la nueva información que adquirió de aquella extraña forma le hizo añorar aún más a su madre. Esos abrazos que te hacían sentir tanto protegida como amada al mismo tiempo. La forma en la que besaba su frente con ternura cada vez que Sana iba a dormir, antes de arroparla. La deliciosa comida que solía preparar —a pesar de saber que al padre de Sana jamás le gustó que lo hiciera, teniendo chefs y cocineros en el lugar—. O tal vez, simplemente su compañía después de un largo día siendo ignorada por su padre. 

                          

Su padre... Quizá empezó a extrañarlo también. A pesar de que la ignoraba y corregía todo el tiempo, él siempre la quiso y no fue su culpa no saber cómo actuar. Antes de la llegada de su madre, él jamás había recibido amor tampoco. 

                          

Suspiró y tomó asiento en la cama, las sábanas enredadas en su pecho cayeron débilmente sobre sus muslos expuestos y, cuando Sana terminó de tallar sus ojos, se preguntó mentalmente que hacía con aquella vestimenta —la cual consistía en nada más que un camisón y sus bragas—.  

                          

Al instante, su cerebro pareció activarse y, observando hacia todas partes, Sana empezó a preocuparse cuando no notó a cierta castaña allí. Estaba en su habitación, lo sabía, pero no estaba la dueña. 

                          

Retirando rápidamente las sábanas de su cuerpo, Sana salió apresuradamente por la puerta y empezó a bajar las escaleras tan rápido como sus piernas le permitían —sin importarle quién pudiera verla así—. 

                          

Se dirigió hacia la sala, pero no halló a nadie allí. Al llegar al comedor, pudo encontrarse a la chica rubia sentada bebiendo algo de una taza mientras leía lo que parecía ser el periódico. 

                          

La rubia pareció darse cuenta de su presencia de inmediato, porque alejó sus ojos del papel y la observó esta vez. Sus ojos se agrandaron ligeramente y recorrió sin pudor alguno su cuerpo. Bebió de la taza y habló finalmente. 

                          

—Buen día, Sana—saludó cortésmente. 

                          

—Buen día —contestó. Por más apresurada que estuviera, no iba a olvidar sus modales. 

                          

—¿Cómo estás? ¿Te encuentras mejor? 

                          

—Yo... Sí, eso creo —murmuró vagamente, recorriendo el lugar con la mirada—. ¿Has visto a Ji- la señorita Park? 

                          

Una sonrisa surcó los labios de la mayor, mientras volvía a llevar la taza a sus labios. 

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