A minutos de mi cumpleaños, mi regalo anticipado estaba por coronarse como el mejor en veintisiete años de mala suerte.
Esos tres meses de romance me tomaron con la guardia baja. Sin dificultad, Katherine y su corazón puro lograron desbloquear niveles insospechados para mí y mi corazón estoico de casi treintañera.
Me aferré por siglos a la letra de una canción, a creer que el amor verdadero era el primero y, después de él, sólo existe la tortura de buscar otros para olvidarlo. Este amor experimental siempre llegaba de la mano de desconocidas y no duraba más de un par de noches.
Entonces, llegó ella. Ofreciendo un romance dulce y con aroma a vainilla, lleno de advertencias como si se tratara de una encomienda cuyo interior es frágil. Al abrir la caja, descubrí que yo también estaba en una y, por primera vez, quería mantenerla abierta.
Así que, cuando ella decidió seguir, también comprendí que las dos estábamos viviendo una primera vez.
Para haber anhelado el momento durante semanas, me sorprendí al sentirla más apresurada y lista que yo. Se aferraba con fuerza a mi muñeca, me guiaba por un sendero sin desviaciones y con una única dirección: su entrepierna.
Fantaseé con tocarla de esa forma tantas veces que no podía creer que, por alguna vez en la vida, la realidad era mejor. Así se sintió cuando sus usuales restricciones y pequeñas negativas se desvanecieron en suaves gemidos una vez que logré meterme bajo su falda.
El encaje de su ropa interior estaba pegado a su piel, tan cálido, tentándome a arrancarlo. Yo, contenida como nunca, deslicé mis dedos en un suave reconocimiento de terreno. En el regreso, logré hacerme camino entre sus labios y detenerme justo donde las dos queríamos.
Ella intentó seguir mis movimientos con sus caderas, a ratos incluso con su cabeza impaciente en mi hombro, incapaz de mantenerse quieta. No era un inconveniente en lo más mínimo, sólo deseé haber encendido la luz de la habitación.
Tendría que conformarme con lo que llegaba desde el satélite más mediocre del universo, una esfera sin vida que me traicionó en ese momento, cuando yo más quería ver con detalle a la chica junto a mí.
Ignorante de mis dilemas, ella se impulsó hasta besarme. Su lengua fue extremadamente consciente de ese espacio que ya le pertenecía. Como si lo supiera, no se midió en mordidas, tampoco en las pequeñas succiones que realizaba con su boca.
—Estás jugando con fuego—le advertí.
Ella sonrió grande antes de volver a hacerlo.
Yo sonreí contra sus labios entreabiertos e intensifiqué el toque. No me detuve cuando sus gemidos dejaron de ser tímidos, tampoco cuando el ritmo de sus caderas perdió coordinación y sucumbió ante las nuevas turbulencias.
La mantuve pegada a mí, a la distancia necesaria para sentir sus sacudidas, lo suficientemente cerca para escuchar el momento en que sus gemidos se convirtieron en gritos y su encaje terminó tan húmedo que se sintió delgado entre mis dedos.
La solté sin saber que se desplomaría contra la cama de una forma muy similar a la caída de la estatua de Lenin. La vi retorcerse un par de veces, jadeando bajo contra la almohada y sus omóplatos simulando el débil aleteo de una avecilla.
—Joder—gruñó.
—Exactamente—agregué antes de quitarme el top.
Reposé mis rodillas contra el colchón y la ayudé a voltearse para que no terminara ahogada. Cuando al fin pude divisar su rostro sonreí al ver sus labios estirándose en una sonrisa jadeante que crecía al mismo ritmo en que separaba las piernas.
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Caminos Cruzados (D&K1)
RomanceKatherine acaba de cumplir veinte y está decidida a empezar a vivir de verdad. Para eso, debe dar un paso fuera del armario. Literal y metafóricamente hablando. ¿La mejor forma de hacerlo? Fácil: contárselo a Theresa, su mejor amiga. Por otra parte...