Prólogo

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La muerte me era una presencia desconocida. Jamás viví una muerte demasiado cercana o que me importase lo suficiente como para tener que afrontarla.

Para mí era algo inefable, un susurro entre el ruido del día a día, un cuento para no dormir para el cual había crecido demasiado. Estaba allí, era real de alguna forma en mi vida pero yo no me había dado cuenta.

Empezó a rondar nuestra casa arrastrando su capa negra por las navidades de mis 17 años. Aunque quizás fue antes. Puede que ya merodeara y cantara por detrás de las cortinas cuando a mí me asustaba mirar el pasillo desde mi cama y encendía la luz para comprobar que aquella sombra solo era mi imaginación. Pero lo cierto era que aquellos ruidos que me mantenían despierta no eran los de la muerte, no los de su forma corpórea al menos. Eran los ruidos que mi padre hacía desde el piso superior de la casa, donde amanecía siempre un poco antes.

Pero como he dicho, cuando realmente fui consciente, fueron aquellas navidades de mis 17 años.

Mi padre trabajaba siempre hasta tarde. Escribía poesía, novelas, dramaturgia... era bueno en lo suyo aunque su fama era mediocre. Por otro lado estoy convencida de que él era plenamente consciente de su talento y no lo escondía.

Una noche de diciembre subí a llevarle un café que mi madre le había preparado. Llamé y esperé a que él me dejara entrar con un tono más o menos calmado. A veces le enfurecía que hiciésemos ruido o que llamásemos a su puerta si él estaba concentrado. Pero esa vez empleó un tono sosegado y entré para dejarle el café sobre la mesa:

-Gracias, hija...

-De nada, papá. Estamos haciendo la cena por si quieres bajar dentro de un rato.

-Sí, ahora iré-Pronunció frotándose las sienes con los dedos.

La luz del ordenador le oscurecía y enrojecía la vista y sus pequeños ojos negruzcos y despiertos se le hinchaban y parecían más grandes, pero también más lacónicos.

-¿Qué hacías?-Me preguntó guardando sus gafas en el estuche.

-Estaba hablando con Lidia por teléfono. Estábamos hablando sobre lo que nos obsesiona.

-¿Y a qué conclusión habéis llegado?

-A ninguna la verdad, aunque creo que eso de obsesionarse es como tener una segunda voz diciéndote lo que debes hacer y al final lo único que provoca es dolor. 

-¿De cabeza?-Sonrío sucinto.

-No...-Me reí-Tú me has entendido. Es algo que te controla, como las fobias. Por ejemplo... ¿recuerdas cuándo me obsesioné con que no podía tragar la comida? Al final acabó controlándome a mí y era algo que solo estaba en mi mente; una obsesión.

Mi padre solo asintió comprendiendo y dándose la vuelta en su silla:

-¿Hay algo qué te obsesione a ti o a lo que le tengas miedo?-Le pregunté antes de bajar.

-Mi único miedo es mi obsesión por la muerte-Contestó.

La vida sigueDonde viven las historias. Descúbrelo ahora