Prólogo.

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Siempre que hay una guerra, se necesitan soldados. Los soldados necesitan municiones.

Las municiones necesitan pólvora. Pólvora que ella tenía en sus manos.

Que siempre tenía en sus manos.

Cuando la noticia de que un yuguslavo había asesinado al archiduque de Austria y Hungría, ya sabía lo que vendría. Minutos después los gritos comenzaron y todas ahí presentes presentían el sufrimiento. El manto de la muerte las cubrió a todas escapando toda esperanza de vivir. La guerra había explotado y con ella, todos.

Aún recuerda el grito del viejo canoso que estaba al mando de su grupo. Mandarlas a sus casas no era algo que sucediera frecuentemente, pero las palabras consiguientes lograron aclarar todo. Comenzarían a vivir allí, en la fábrica.

La guerra había iniciado y con ella la necesidad de municiones iba en aumento. La
constante llegada de tranvías cargados de kilos y kilos de pólvora negra. El calor de las
hogueras iba en aumento para fundir más hierro. Y las mujeres, simplemente continuaron.

Los años de guerra iban pasando y a esa fábrica no llegaba más que la constante
notificación de lo que sucedía en las trincheras. Hasta aquel día. Cambio de turno luego de doce horas compactando la pasta de pólvora de las municiones. No sentía las piernas de estar tanto tiempo sentada. Con manos estaban negras, el aire cargado, pero jamás se detendrían, no podían. Parar era un boleto directo al tren de la muerte y si bien ella jamás se había subido a un tren, no quería que esa fuese la primera y última experiencia en el transporte.

El gran reloj del salón sonó anunciando media noche. Las mujeres que cambiaban de turno ya estaban allí. Los hombres que custodiaban, no. Todo iba con tal normalidad al igual que estos tres últimos años, que no supieron en qué momento se desató el infierno.

Soldados, rompieron puertas a punta de disparo, una maldita chispa y todo comenzó a arder, todas intentaron huir y las más valientes tomaron alguna arma, ya terminada, para comenzar a pelear por su vida, por su patria, por el rey.

Todo soldado alemán que llegaba a una mesa, se llevaba al menos dos vidas y cientos de municiones. Estában en la guerra del desgaste, donde tanto cosas materiales, como vidas faltaban, no había avance, ni retroceso en la guerra. Gran Bretaña había comenzado a abrir el reclutamiento voluntario de soldados y prisioneros militares para ir a la guerra.

El mundo entero estaba implicado a mayor o menor medida. A ellas les había tocado el
momento. La perversidad corría por todo el piso del lugar al igual que la sangre de todos los que iban cayendo. Municiones, materia prima, hierro, mujeres todo fue secuestrado, robado, arrebatado y con ello su vida.

Una de las tantas mujeres que estaban entre esas mesas, atravesaron nuevamente el
infierno con la lujuria y la perversidad siendo la guía de los espíritus en medio de esa noche de llanto. La muerte sabía a gloria en ese momento.

Disparos, sollozos y gemidos, era la sinfonía en medio de aquella tortuosa oscuridad. Ni la luna quiso alumbrar tanto mal.

El sol saliendo a la guerra nuevamente, rojo, por la sangre inocente derramada, oculto por el humo del incendio, la segunda oportunidad de vivir se presentó ante ella, en forma de pistola. Una bala, nuevo aliento. La pólvora que antes era su enemiga, se volvió su amiga.

La vida que se le había sido regalada, no la entregaría fácilmente. Pues había pasado por el infierno, vivía en él y conocía todos los callejones… jamás se volvería a perder en él.

Pólvora. [Peaky Blinders]Donde viven las historias. Descúbrelo ahora