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𝐄𝐋 𝐀𝐓𝐄𝐑𝐑𝐈𝐙𝐀𝐉𝐄 𝐅𝐔𝐄 𝐒𝐈𝐋𝐄𝐍𝐂𝐈𝐎𝐒𝐎.
Casi ocho horas de viaje no habían sido suficientes para cerrar la herida que la derrota contra Marruecos había dejado en el equipo. La Roja se desangraba en silencio; nadie se atrevía a hablar del partido ni los penaltis fallidos, ni mucho menos del desastre mediático que los esperaba en España, pero tanto el equipo técnico como los jugadores eran plenamente conscientes del implacable torbellino al que tendrían que enfrentarse en cuanto pusieran el primer pie en Madrid.
Nora no había podido pegar ni un ojo en todo el trayecto, asegurándose de que Pedri estuviera descansando en su asiento; aun así, hubiera preferido quedarse cientos de horas más con las piernas apoyadas en el regazo del canario, tal y como él mismo las había colocado. Solo entonces, se percató de que cada minuto en Catar se había sentido como una realidad paralela, una dimensión totalmente ajena a todos aquellos miedos de los que llevaba huyendo durante tanto tiempo. Volver a España—volver a la realidad, con el cotilleo de la prensa y el frío de diciembre incluidos en el paquete—era un golpe para el que no estaba preparada.
