II. Rica

32 4 2
                                    


—¿Finalmente Bronco ha entrado en razón? —le preguntó Lycia nada más verlo.

Bronco era el primer hijo que ambos habían concebido, y con sus diecisiete años se había convertido en la viva imagen de su padre. Tenía su pelo alborotado, sus ojos verde oscuro, pero especialmente, el carácter bélico e inconformista, que Rica presentaba cuando era un joven Linnepine. Ya nada quedaba de aquel muchacho.

Lycia y él tenían dos hijos más, a los que habían llamado Rodrygo, que cumplía catorce años, y Nera, que rondaba cerca de los trece. Y aunque ambos tenían las típicas rebeldías propias de la edad, Bronco era el que más alzaba la voz contra las órdenes de su padre. Para ser justos, solían ser las órdenes del rey y su ley. Pero Rica coincidía rigurosamente con lo establecido.

En numerosas ocasiones, las viejas de Pinos Reales, rememoraban la noche del parto. Los perros aullaron erguidos sobre sus patas durante horas, lo que presagiaba, según las leyendas, el nacimiento de un varón de principios férreos. Y con él, también nació su nombre.

Antes de hablar, ya lanzaba mandatos y órdenes, expresados en berridos que alborotaban a cualquiera que estuviera a sus cuidados. Lycia aseguraba que su hijo se había alimentado del doble de litros de sangre que de leche, pues mordía tan fuerte sus pezones, que todos sus vestimentas acababan manchadas de un líquido carmesí blanquecino.

—Bebé alimentado con sangre, futuro hombre de masacres —le repetían las criadas y cuidadoras. Y las profecías no tardaron en cumplirse. Nada más comenzar a gatear, conoció la señal candente que los azotes dejaban en el cuerpo, a modo de castigo, lo que le hizo desarrollarse como un joven túrbido y nebuloso.

La paciencia de Rica estaba llegando a su fin: Bronco tenía que comportarse como el señor que un día sería. En ocasiones, Rica le observaba, aprovechando los momentos en los que su hijo permanecía tranquilo, concentrado en alguna tarea. Nunca se atrevió a confesarlo, pero le recordaba tanto a él en su juventud que había llegado a profesar hacia él un asco mayor que el que sentía por sus propios enemigos. Pero Rica, por encima de ser padre y esposo, era el señor de Pinos Reales. Un señor como él, aprendía a enterrar sus sentimientos más profundos para gobernar con mano de hierro. Y aunque Bronco entrara en cólera, desestabilizando la tranquilidad del que aparentaba ser un hogar honorable, Rica no dudaba en mostrarle todo su poder.

—Irremediablemente más calmado —respondió Rica, con un tono tranquilizador, aunque en el fondo se encontraba agitado por el tema.

—Solo necesita tiempo para pensar en su destino —apuntó Lycia.

—Tiempo es lo que no tiene —protestó Rica—. Y el lujo del pensamiento es para los que tienen opción, y él no la tiene.

—Entonces dejémosle que lo asimile.

Rica quería tomar a Lycia entre sus brazos. Un abrazo dulce. No porque quisiera sentir el tacto suave y cálido de su esposa, sino porque necesitaba canalizar toda su frustración. Pero no lo hizo. Ella notaría su debilidad.

—Tú lo asimilaste con cierta rapidez —recordó Rica.

—Porque no tuve nada que asimilar. Yo quería desposarme contigo —Lycia reanudó su marcha por el sendero del muro, marcando un paso lento. Rica comenzó a seguirla. —La pregunta es si tú llegaste a aceptarlo.

Una daga hecha frase que Rica no vió venir.

—Pero no se trata de nosotros —se adelantó Lycia, antes de que su esposo pudiera devolver el ataque—. Se trata de nuestro hijo. Tiene derecho a sentirse decepcionado. O incluso desgraciado.

Su esposa tenía razón. La conocía lo suficiente como para saber que sus sentencias tenían el peso de horas y horas de reflexión, por lo que eran lo suficientemente acertadas como para que las tuviera en cuenta. Él se sentía desgraciado, y se culpaba por no haberlo ocultado con mayor maña. Le otorgó un silencio que a Lycia le supo a victoria.

Las Rosas Marchitas. Crónicas de la Meseta.Donde viven las historias. Descúbrelo ahora