V. Musa

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 —Que nosotros, que vivimos, somos hijos de los gloriosos supervivientes que los Treces guardaron en su gloria. No precederemos a los que durmieron —rezaban cientos de murmullos que parecían un solo gruñido.

Musa nunca había visto el Seo de las Gemelas tan abarrotado, y aún así, la voz ronca del obispo Serecer retumbaba contra las paredes de la cámara principal, la conocida Cámara de Mármol. El eco que producía la oración era un manto intangible que unía a todos los presentes en una misma tarea. Pero para Musa, ese manto era más bien una cadena que la mantenía sujeta, y la hundía a lo más profundo de su aflicción: su hermano ya no estaba para protegerla.

Las palabras salían de los labios, como si pudieran manosearse. Como si se tratara de una materia oscura y densa que pudiera sostenerse con las manos. Se deslizaban pesadas, naciendo de las bocas y descendiendo hasta el frío suelo, para luego llegar a sus oídos como un mantra envenenado.

—Que las Gemelas lo protejan en su seno —gritó el Obispo Serecer, seguido del conjunto.

La noticia del inesperado fallecimiento de Jam Dol, el futuro Señor de Partenón, había recorrido La Meseta de norte a sur, y a pesar de haber sumido a todo el reino en una profunda tristeza, su muerte se había convertido, ante todo, en un problema diplomático.

Desde donde se encontraba Musa, en lo alto del balcón central junto a su familia, se vislumbraban cientos de caballeros que habían viajado desde todos los puntos cardinales. Movían sus labios, al ritmo, con un halo vaporoso. Los bancos de madera, que llenaban la cámara, se perdían entre las columnas y naves contiguas, y era fácil adivinar que se encontraban repletos. Musa distinguía algunos emblemas: el ternero de los Serecer del Bajo (familia del obispo); las cadenas doradas de los Elwinson de Elwin; la bellota de los Varagar de Encinarroja; el lince plateado de Río de Plata; y otros muchos que no reconocía, pues debían de ser de más allá del lago Corazón. O a lo mejor de familias tan al sur, que sus apellidos sonaban exóticos y remotos. Incluso, le había parecido intuir, entre la negra masa del gentío, el emblema de los Rosemouse, con aquellos destellos de oro lustroso que se asociaban a la Familia Real. Podría ser algún primo segundo del rey. O, quizás, alguien más cercano. Musa hubiese matado al que se hubiese atrevido a afirmar que su hermano no se merecía tal honor.

Había intentado no llorar. No quería que todos aquellos señores, guardianes y damas percibieran en ella algún síntoma de debilidad. Su padre, el honorable señor de Partenón, le repetía una y otra vez, que su herencia más preciada era la fuerza que su apellido portaba. Y Musa no quería ser la primera de su familia en mostrarse endeble. Pero en aquel momento, por la cara de su madre corrían lágrimas de sal y desconsuelo. Incluso, su padre, alzaba sus ojos húmedos con orgullo. Y, entonces, Musa se abandonó a sus sentimientos, y el agua brotó de sus ojos, empapando sus mejillas.

Su visión se tornó borrosa. Fluctuaba a través de aquel velo acuoso. Directa, como una flecha recién lanzada, su atención descansó, por primera vez, en el cuerpo sin vida de su hermano Jam. Estaba más apuesto que nunca. Tanto que Musa no soportaba la idea de que aquel fuera el último momento que iba a deleitarse con tanta belleza. Aquella carne, sería ceniza.

En aquel mar de señores y damas vestidos de negro, la mortaja púpura parecía brillar aún más. Y los rayos del sol, que entraban por la apertura de la cúpula, acariciaban la fina piel del cuerpo adolescente para luego resplandecer en las botonaduras argentas de la casaca. La luz natural batallaba fervientemente con la luz anaranjada de las cientos de velas y cirios que rodeaban el cuerpo del que un día iba a ser el señor de Partenón. Fuerte, con el arrojo de su padre. Y, ahora, simplemente yacía como un niño dormido.

—Pues los Trece nos ordenan que lo recordemos como lo que fue en vida: un caballero fuerte, noble. Y ahora, debemos aceptar la decisión sagrada, y no lamentarnos, pues tan solo duerme.

No podía soportarlo más. Y antes de lanzar un grito que, sin duda, hubiese interrumpido el rito, Musa desvió la mirada hacía las pomposas paredes de la cúpula. Allí, con majestuosa quietud, se levantaban trece estatuas talladas en negro ópalo que representaban a los Trece. Y de todas ellas, Las Gemelas, las cuales daban nombre al seo, posaban sus ojos ónice directamente a la niña. Una con una mano apuntando al suelo. La otra con una mano apuntando al cielo. La metáfora hecha piedra de la hermandad entre lo espiritual y lo terrenal.

La rabia se apoderó de ella. Quería gritar. Quería preguntarle a los Trece porque su hermano, que se encontraba sano hace apenas unos días, se encontraba en aquel lugar, rodeado de velas incandescentes que llenaba su piel de cera semi líquida. Estuvo a punto de clamar entre llantos y sollozos. Notaba que la furia subía por su esófago y que, de un momento a otro, vomitaría todas las palabras.

Y de repente, una leve brisa chocó contra su frente y rodeó su cuerpo, dibujando una espiral descendente invisible. Un escalofrío la atravesó, y con él, la furia se disolvió. Lo único que su voz emitió fue el sonido de un estremecimiento.

Su hermano Aim la agarró de la mano y la trajo de vuelta a la realidad.

—¿Te encuentras bien? —susurró Aim, tan bajito que apenas Musa lo oyó. No le hacía falta oirlo para entender lo que había preguntado.

La niña asintió, respondiendo con una leve sonrisa, como un relámpago que expresaba cortesía. Aim le devolvió el gesto tímidamente, para luego volver la atención al frente. Para Musa, todo iba demasiado lento. Se quedó absorta en el perfil de Aim, recortado por la luz que entraba por los ventanales del seo. No se había fijado, pero las vidrieras de colores vivos coloreaban la piel clara de su otro hermano, el vivo. También la tez de su padre y de su madre. Le pareció una paradoja prácticamente insultante. Buscó de nuevo el altar, donde se encontraba el cuerpo sin vida de Jam, como el que busca una gota de agua en el desierto, y suspiró tranquila al comprobar que los colores lo habían alcanzado.

Cerró los ojos con el fin de recobrar la serenidad, y antes de que pudiera prestar atención al obispo, a los emblemas o a las estatuas de los Trece, la brisa volvió a su lado. Pero en este caso, se arremolinaba alrededor de su cuerpo, con una oscilación artificial que no pertenecía al movimiento natural del viento.

Musa se quedó estática, sin saber cómo reaccionar. Los sollozos dieron paso a un aliento entrecortado. Y entonces, algo o alguien le susurró al oído.

«Harás grandes cosas».

Se volvió en un suspiro, esperando encontrar al hombre o mujer que había pronunciado esas palabras. Pero tras ella, no había nadie. Solo un enorme ventanal desde donde se divisaba la ciudad de Partenón. Miró discretamente a su familia, esperando encontrar sus gestos perplejos al haber escuchado lo mismo que ella. Los pocos centímetros que los separaban deberían haber bastado para que también fueran cómplices de aquello. No hubo gesto.

«Harás grandes cosas».

La voz fantasmal se lo había repetido una segunda vez, más fuerte aún que la primera. Había viajado por todo el seo, utilizando el eco como transporte. Pero nadie se había inmutado. Los caballeros, las damas, su hermano, sus padres. Todos permanecían tan hieráticos que Musa no se molestó ni en preguntar. Estaba segura de que no había sido un invento de su imaginación.

Asustada, se secó las pocas lágrimas que le quedaban con el puño de su vestido. Avanzó lentamente hasta el borde del balcón, apoyando sus manos en los barrotes de madera tallada de la barandilla. En cierto modo, no era ella la que caminaba, si no que la brisa la había invitado a hacerlo.

Una tercera vez.

«Harás grandes cosas».

El aire bajó hasta su mano y, moviendo los dedos, esta vez fue Musa la que acarició a ese ser. O lo que fuera aquello.

Bajó la vista, y entre las cabezas que le daban la espalda, una mujer, que no conocía, se había vuelto hacia ella. Desde abajo la miraba directamente a ella, con una vista blanca, velada por la ceguera. Tenía una larga melena poblada de canas que caía dulcemente sobre sus hombros y desembocaba en sus senos. No había emblemas, ni dibujos bordados sobre su capa color negro. Musa se preguntaba si la mujer ciega la estaba mirando directamente a ella, o se trataba de una simple casualidad.

Pero cuando estaba a punto de volver a su sitio y abandonar aquella idea, la mujer abrió la boca y, acentuando todavía más, sus visibles arrugas, susurró: —harás grandes cosas.

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⏰ Última actualización: Aug 06, 2023 ⏰

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Las Rosas Marchitas. Crónicas de la Meseta.Donde viven las historias. Descúbrelo ahora