IV. Lycia

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El camino que unía Pinos Reales con La Rosaleda no era excesivamente largo. Apenas se tardaba en recorrerlo unas horas, por lo que los Linnepine decidieron partir después del almuerzo, ya que, aún así, llegarían antes de la puesta de Sol.

Su marido estaba acostumbrado a recorrer esas tierras periódicamente. Y en la mitad de tiempo. Lo hacía subido a lomos de un caballo, acompañado únicamente de media docena de guardias. En ocasiones más urgentes, volaba a lomos de un hipogrifo, lo que le permitía sortear las colinas y los bosques de la comarca de Arraigo. Pero Lycia prefería permanecer protegida entre las murallas de Pinos Reales, y no las abandonaba jamás, a no ser que los compromisos sociales de la corte la obligaran a ello. No era porque se sintiera amenazada en el exterior. Simplemente, se consideraba hecha de otra madera. Y mientras su marido se inmiscuía en largos y tediosos asuntos políticos, ella gobernaba la pequeña ciudad como sustituta de su esposo.

La última temporada se había mostrado muy sosegada. No pensó, hasta ese momento, como los años habían pasado desde la última vez que estuvo entre las floreadas calles de La Rosaleda.

Tampoco se había percatado de cómo el tiempo se había prolongado. En cierta manera, se estaba endureciendo, construyendo una muralla invisible entre ella y su hermana Mirena. La Rosaleda no era un lugar adverso. Ni mucho menos. Pero tampoco era su hogar. Le había costado un esfuerzo enorme adaptarse a la sencilla vida de Pinos Reales, y no quería volver a sentirse una extraña. Se lo prometió a sí misma, cuando se casó con Rica, pasando de ser una Lena de los Altos, la espada en la roca, a una Linnepine, el árbol seco.

Sin embargo, su firme decisión no era incompatible con la culpabilidad que sentía por haberse alejado de sus hermanas. La menor, Kitia, vivía en las tierras de El Solar, en Encinarroja, vasalla de la familia Dol de Partenón. Estaba a cientos de leguas de allí, y siempre había mostrado una naturaleza más independiente. Pero su hermana Mirena, dos años mayor, vivía relativamente cerca. A tan solo un corto viaje en carruaje. Siempre tan unidas, siempre tan protectoras la una con la otra. Y ahora la lejanía se sentía plomiza.

El traqueteo del carruaje era suficiente para que sus cuerpos se balancearan con un movimiento relajante. Lycia miraba con la mente en blanco como sus cinco cuerpos se mecían al unísono. De izquierda a derecha, y luego de izquierda otra vez, como si de un mismo cuerpo se tratara. Eso eran los Linnepine: un mismo cuerpo. No sabía con exactitud cuál era el propósito de aquel repentino viaje, pero la unión entre ellos tenía que mantenerse férrea, sin mostrar ninguna rendija posible.

Su imaginación era una paloma blanca que volaba con mil alas. No podía evitar invocar la imagen de los Guarfell muertos una y otra vez. Cada vez de una manera distinta, pues ni siquiera conocía los detalles de aquella terrible noticia. Se dijo a sí misma que su familia estaría bien.

Dentro del carruaje, ella ocupaba el centro. A un costado, su hija Nera reposando su delicada cabeza sobre el hombro de su madre. Al otro, su hijo Rodrygo, que permanecía con la cabeza agachada y los ojos sepultados en un libro que Santo le había dejado coger de la biblioteca. Siempre acompañado de sus historias de papel.

En frente de ellos tres, Rica y Bronco se asentaban en los asientos acolchados, separados por una distancia que en aquel carruaje era considerable. Bronco presentaba una herida debajo de su ojo izquierdo que trazaba una ojera amoratada y sanguinolenta. Conocía perfectamente las firmas que su marido dejaba a su hijo cuando este no se comportaba debidamente.

—Estamos llegando —anunció Rica, que se mantenía absorto mirando los campos de trigo a través de la fina cortina de seda—. Pronto veremos los arcos de la Puerta de las Espinas.

—La Familia Real necesita nuestro apoyo en estos momentos tan delicados para el Reino —dijo Lycia con tono tranquilizador. Un consejo para sus hijos que reclamaba el buen comportamiento. En la consigna, Rica intuyó un malestar.

Las Rosas Marchitas. Crónicas de la Meseta.Donde viven las historias. Descúbrelo ahora