III. Musa

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Musa Dol tenía su modo de divertirse, pero su familia no sabía apreciar su particular visión del entretenimiento. No podía entender que a una niña de diez años se le prohibiera correr detrás de las ratas y las palomas de las calles ajardinadas de Partenón. Nunca había estado cerca de sentirse amenazada, y además, su madre siempre repetía que quería que fuera feliz. Y aquella actividad le alegraba considerablemente.

Dedicaba las primeras horas del día a su formación, para convertirse en lo que sus mayores denominaban «una señorita». No era de aquellas muchachas que aborrecían el conocimiento, que lo absorbían inútilmente para luego vomitarlo en el olvido. Con estilo sincero, Musa encontraba cobijo en las clases de Historia, Costura, Música y Literatura. Pero al terminar, aprovechando el inicio de la tarde, siempre encontraba la manera de escabullirse de su habitación, para disfrutar del poco tiempo libre que le quedaba, y saciar su lado más aventurero.

Al principio, salía por la puerta principal, tan ufana y llena de seguridad. Solía utilizar la vaga excusa de su hermano, que le esperaba ansioso para jugar. O se disculpaba esquiva, pues se disponía a bajar a las cocinas para comer algún dulce. Ninguno de los señores y caballeros que se cruzaba en su camino se atrevían a negar bocado alguno a la hija de Jame Dol. Pero cuando sus mentiras empezaron a no surtir efecto y a volverse demasiado repetitivas, optó por nuevas tácticas. La más eficaz, por ser la más ingeniosa, era bajar por las enredaderas que descendían desde su ventana hasta la Plaza de las Lavanderas. Así, evitaba que los guardias supieran que había salido al exterior. Durante un largo intervalo, la ubicaban en sus aposentos, prudente y reflexiva, y la información de su escapada tardaba mucho más en llegar a oídos de su padre o su madre.

Pero la verdadera razón de su constante victoria, residía en que nadie sabía cómo lo hacía. No eran capaces de imaginar, que aquella niña tan menuda, iba a tener la fuerza y el coraje suficiente para bajar los casi doce estadales que la separaban del empedrado.

Al principio, se descolgó con cierto temor. Se imaginaba a sí misma como un conejillo al filo de un barranco, donde las piedras afiladas esperaban ansiosas a clavar sus puntas angulosas en tan delicada carne. Si cometía algún error, por mínimo que fuera, resbalaría, convirtiéndose irremediablemente en una pegajosa mancha de plasma y flujos. Y no le entusiasmaba mucho la idea.

Se agarraba con ahínco a las deshilachadas ramas que reptaban en todas direcciones, una enorme serpiente de madera que poseía cientos de cabezas. Pero con la práctica diaria, el temor desapareció y se convirtió en una emoción valiente. Le ardía el pecho al pensar que nuevamente iba a lograr su objetivo. Incluso, a veces, se permitía hacer una pausa en mitad del descenso para deleitarse con la excelente vista que tenía del establo de los hipogrifos.

Y una vez que sus pequeños pies tocaban las baldosas blancas de la plaza, corría rauda y veloz hacia la Avenida de los Setos. Tal era su velocidad que Musa podía enorgullecerse de que, en numerosas ocasiones, las lavanderas no se percataban ni por un instante de su presencia, y seguían concentradas en sus labores. Aquel era uno de esos días.

Correr por la Avenida de los Setos siempre era su momento favorito. El suelo estaba recubierto por las mismas baldosas blancas que vestían la Plaza de las Lavanderas, y cuando el sol brillaba, aparecían unas vetas de un níveo transparente que imitaban los destellos de los diamantes. El camino estaba liso y cuidado al detalle, pues era una de las calles principales de Partenón. Además, bordeaba con cariño la Ciudadela del Sol, el armonioso castillo dónde Musa vivía con su familia. Los Dol guardaban, con mano recia, la comarca de El Solar. Apenas, su historia como guardianes y señores se remontaba diecinueve años atrás, justo cuando El Solar se emancipó de Tierras de las Ventiscas, ganando así su independencia como territorio. El mismo Jan IV, el Unificador, anterior rey de La Meseta, les concedió tal honor por el apoyo en las Guerras de la Unificación contra los Reinos del Oeste.

Las Rosas Marchitas. Crónicas de la Meseta.Donde viven las historias. Descúbrelo ahora