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El gimnasio, improvisado en una nave industrial en desuso, resonaba con el sonido constante de golpes y gruñidos, una sinfonía de esfuerzo y determinación que llenaba el aire. San caminó por el pasillo, su mirada enfocada en el objetivo que tenía delante: el saco de entrenamiento colgado en la esquina. La iluminación tenue arrojaba sombras largas en las paredes a causa de él. Cada paso resonaba en el suelo. Debía tener su mente totalmente concentrada en la pelea que se avecinaba. No se podía permitir perder, porque si lo hace significaría no ganar dinero, el cual es ahora su mayor prioridad.

Mientras se acercaba a su lugar, la atmósfera parecía cargarse de tensión. El pelinegro miraba a sus lados, echando un vistazo a las personas que había y algún que otro se lo devolvía. Todos básicamente venían a hacer lo mismo que él, ya que tenían que prepararse para esa noche en la que se iban a dar de hostias, y su corazón latía con anticipación. Tomó una inhalación profunda, llenando sus pulmones con el aire caliente y denso del gimnasio antes de soltarlo lentamente.

Se paró frente al saco con una expresión seria mientras se preparaba para el entrenamiento. Se enrolló sus vendas entre sus manos, movió el cuello hacia ambos lados y empezó a dar pequeños botes hacia delante y atrás. Golpeó el saco con fuerza, sintiendo el impacto reverberar en sus brazos y su espalda. De alguna forma le servía para desahogar la tensión que había estado acumulando, una manera de liberar la ansiedad que lo había estado carcomiendo desde esta mañana cuando ha decidido despertarse y ver que no ha cambiado nada.

Mientras San golpeaba con una intensidad implacable, sentía una presencia cercana a su lado. Giró su cabeza ligeramente y se encontró a Minho, con el que lucharía horas más tarde, observándolo con una sonrisa autosuficiente.

—Entrenando duro, ¿eh, Choi? —sus palabras denotaban un tono burlón—. Aunque, sinceramente, no sé por qué te molestas en esforzarte más. Sabes que no tienes ninguna oportunidad contra mí.

La voz de Minho estaba llena de confianza y desprecio, pero decidió no darle la satisfacción de una reacción. Continuó pegando con determinación, ignorando sus palabras provocativas como si resultasen simples zumbidos en el aire. Ya se había enfrentado otra vez contra él cuando San recién comenzaba a pelear, por lo que su falta de experiencia hizo que perdiese.

—¿Qué? ¿Me vas a ignorar ahora?

—Si crees que vas a perturbar mi concentración con tus comentarios, estás muy equivocado —dijo sin mirarlo.

—Oh, no trato de distraerte, San —se cruzó de brazos y rio—. Solo quiero que tengas claro lo que te espera esta noche. Te voy a zurrar pero bien, y no será bonito para ti.

Finalmente se detuvo y se volvió hacia el rubio, enfrentándolo con una mirada fiera y decidida. Si fuera por él le daría una paliza ahí mismo, pero lo retirarían del combate y no se podía arriesgar. Y es que, aunque se tratase de peleas ilegales en los suburbios y descampados de Seúl, tenían sus normas, y si no las respetabas te ibas a la puta calle.

—Puedes parlotear todo lo que quieras, Minho, que me lo voy a pasar por el forro de los cojones de todas formas —sus palabras transmitían serenidad que en cualquier momento podía disiparse—. Pero recuerda que la pelea aún no ha comenzado. Subestimarme podría ser tu mayor error.

—Si tú lo dices. Pero seamos honestos, tanto tú como yo sabemos que vas a morder el polvo. Se va a volver a repetir la historia y te humillarás a ti mismo ¿O es que ya no te acuerdas?

—No soy el mismo San contra al que te enfrentaste, así que relaja la raja y veremos qué sucede —hizo una mueca e intentó mantener la calma.

Minho soltó una carcajada y se acercó aún más, se quedó ahí sin decir nada mientras observaba a los lados. El pelinegro iba a preguntarle, pero decidió no hacerlo, no quería perder más el tiempo con él. Aunque el otro se ocupó de molestarlo nuevamente.