Las Tierras Muertas

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LAS TIERRAS MUERTAS

El rey Gaero clavo la espada en medio del pecho de la bestia, la cosa sufrió un espasmo violento antes de morir sobre un charco de sangre

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El rey Gaero clavo la espada en medio del pecho de la bestia, la cosa sufrió un espasmo violento antes de morir sobre un charco de sangre. El soberano sacó la espada, al levantar la vista le dio una larga mirada al campo de batalla. La torre del hechicero era una imagen que se cortaba a la distancia, el cielo rojizo de la tarde y la tierra a los pies del rey tenían el mismo color.

—Hemos terminado con el último, señor— un soldado tan sucio y manchado de sangre como su rey se acercó para dar su reporte— El general pide le informe que enviará soldados a recoger los cadáveres y quemarlos.

—Bien— suspiró el rey— Estas pobres almas merecen ser liberadas de la inmundicia. Lo siguiente será encargarnos de la torre, ya no le quedan más bestias que pueda enviar contra nosotros.

El sonido de las placas de metal de la armadura rechinaba al moverse cuando su dueño caminaba, el yelmo todavía sobre su cabeza, era un guerrero que la fortuna quiso darle una corona. Gaero fue hasta su caballo, el animal respondió al sonido del silbido de su dueño. Un resplandor hizo que el rey tuviera que volverse para ver de donde venía, la torre entera explotó en llamas. El fuego era intenso, a los doscientos metros podía sentirse el calor sobre el metal. Guerreros y caballos se alejaron a toda carrera de la enorme yesca que iluminaba el firmamento.

Gaero se cubrió los ojos, el fuego no se detuvo hasta que todo calló en cenizas, las ascuas mismas se deshicieron en el suelo. El desastre fue tan grande que hasta la misma tierra estaba incinerada, no se repondría fácilmente.

El campo de batalla quedó atrás, el gran Rey Guerrero, Señor de las Tierras Muertas, entró a la ciudad amurallada. Años de guerra convirtieron a la ciudad en un fuerte siempre listo para la defensa. Los campos apenas si producían suficiente grano para alimentar a la población, los animales eran cuidados como si fueran de oro, las bestias malditas caían del aire y se los llevaban para sus nidos. Con el derrumbe de la torre todo estaba hecho, era hora de preocuparse por algo más que fuera la lucha por la supervivencia. Era el momento de reconstruir su reino.

El sonido de las espuelas sobre la piedra de la entrada del castillo tintineó con cada paso que daba, la gente vitoreaba y gritaba hasta el punto de que las piedras vibraban. Gaero se dio la vuelta para mirar a su gente, un puñado de almas cansadas y empobrecidas. Ahora era su deber encontrar la manera de que la diosa Madre se apiadara de ellos y perdonara la falta cometida por su abuelo hace tantos años.

—¡Hoy es el primer día de nuestra nueva vida! — Gritó el rey— Hoy limpiamos por fin nuestro reino de la plaga, la maldición ha terminado.

Si antes los gritos eran fuertes, ahora eran ensordecedores. El rey sabía que pelear era lo fácil, lograr la abundancia sería el problema.

—Su majestad— uno de los consejeros se acercó hasta el rey— Debe curar sus heridas, si cae delante de los súbditos sería un poco preocupante.

Gaero se volvió para encarar al anciano, muchos años antes de qué el naciera su abuelo y ese hombre habían compartido una amistad sincera. El inicio de la desgracia había ocurrido por un Omega, Gaero los odiaba desde lo más profundo de su corazón.

—Diles a nuestros súbditos que es momento de descansar, atender heridos, en tres días celebraremos una gran fiesta.

—Como ordene, señor.

El rey revestido con la armadura de batalla, el yelmo sostenido entre sus manos todavía enguantadas con las protecciones de metal, caminó por los pasillos de su castillo. Lo que había quedado de su reino era roca desnuda, sin adornos ni alegría. Solo aquello que era resistente quedó en pie, entiéndase lo mismo de edificaciones, personas, plantas y animales. Gaero estaba dispuesto a sacrificarse así mismo con tal de lograr que su reino reverdeciera, que la Diosa Madre perdonara a su tierra por los antiguos agravios. Era más fácil decirlo que hacerlo, no era lo mismo batallar en un campo con la espada en la mano, y otra cosa muy diferente lo que debía enfrentar en el futuro. A su reino lo llamaban las Tierras Muertas por una buena razón.

Los hijos de la magiaDonde viven las historias. Descúbrelo ahora