Los pactos deben respetarse

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Gaero no había dormido esa noche, ni un ojo pudo cerrar

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Gaero no había dormido esa noche, ni un ojo pudo cerrar. Desde la ventana había observado la muerte del día, vigiló la llegada de las estrellas hasta que el sol se hizo presente en el firmamento nuevamente. Para alguien acostumbrado a vivir siempre en el límite entre la batalla y luchar a muerte por su vida y la de su reino, esos instantes tranquilos era algo que no podía manejar.

Desde la ventana de su habitación observó la ciudad, el sol había ganado la batalla contra la noche elevándose majestuoso en el horizonte. A la luz del nuevo día las altas murallas, las casas, los establos y las bodegas, todo de piedra gris, sin cantos ni alegría, no en vano su reino era conocido como Las Tierras Muertas.

Unos suaves golpes en la puerta de madera labrada hicieron eco en la habitación. El rey dejó la ventana para dirigirse al lugar de donde venía el sonido. Una mujer de la edad del rey estaba esperando, sus ojos grandes se veían cansados.

—Los consejeros lo esperan en el salón del trono.

El anuncio de la mujer sería algo de rutina en días pasados, pero ahora tenía connotaciones más complicadas. Había ofrecido la destrucción de la torre del hechicero con tal de obtener la ayuda que necesitaba para su pueblo, el siguiente paso sería ir a la ciudad de Elyria y cobrar la deuda al templo.

En el salón del trono los consejeros esperaban sentados en largas mesas que miraban a un pasillo central. El rey caminó por el pasillo hasta llegar al trono que estaba sobre una tarima alta, la luz del sol de la mañana entraba por los ventanales dándole un aire espectral. Una vez sentado el rey todos imitaron su acción.

Un viejo de barba corta, con el cabello blanco atado en una trenza y ojos que miraban a todos como si él supiera del esqueleto que escondían bajo la cama, se puso de pie, con las manos tras la espalda, le dio una larga mirada a su rey.

—¿Dónde está esa famosa solución que su majestad con tanto ahínco prometió? —fueron las duras palabras.

Los demás consejeros se encogieron dentro de sus túnicas, unos cuantos adornos de oro que colgaban de sus cuellos permitía saber quién tenía que rango, los años de guerra habían terminado por consumir las riquezas de todos.

El rey Gaero era un joven alto, de cabello negro corto y mirada de ojos negros inquisitivos, en él no había nada dulce o suave. Desde la primera vez que los ojos del rey se abrieron al mundo, ya su país luchaba por sobrevivir. El abuelo había traído la desgracia y esta no había parado de golpearlos desde el primer día hasta ahora. Gaero, único heredero al trono no tenía más esperanza que negociar con la Diosa Madre.

—Lord Celdrán se encargará del reino mientras me encuentre ausente— habló Gaero— Él era amigo de mi abuelo y quién trató de detener esta gran calamidad. De todos es el que mejor entiende la importancia de lo que voy a hacer.

El mencionado se puso de pie y sonrió despectivo, su pregunta no había sido respondida y el niño se atrevía a darle un cargo como la regencia—¿Mi señor es consciente de lo que está haciendo? —escupió las palabras—Debes recordar el por qué llevo este anillo colgando del cuello. Tú abuelo y yo no acabamos siendo los mejores amigos

Los demás consejeros se miraron unos a otros, todos tenían la suficiente edad como para saber de qué hablaba Lord Celdrán. De la lealtad del consejero nadie tenía nada que reprochar, pero la vieja historia tenía demasiado dolor y sangre como para tomárselo a la ligera. Tal vez si el chico no hubiera demostrado ser un guerrero valiente y un inteligente estratega ya el trono tendría otro dueño.

El joven rey no se dejó intimidar, demasiadas desgracias en su vida como para asustarse por el peso de la verdad.

—En esta desgracia, Lord Celdrán, todos tenemos nuestra parte.

Narman, otro de los consejeros que era aún más viejo que Celdrán dejó escapar una carcajada que hizo que todos se giraran a verlo. El viejo Narman era tan viejo que nadie podía recordar si alguna vez había sido joven.

—Deja de molestar al chico— habló el sabio importándole poco que el chico fuera su rey—, ya estamos viejos como para discusiones interminables. El vegete amargado de Celdrán cuidará el trono, y el rey se irá a buscar una solución para que la diosa Madre levante la maldición que promulgó sobre nuestras tierras y nuestra gente. Aquí no nace un niño desde hace tanto tiempo que ya olvidé el sonido de sus llantos.

El rey estaba cansado, la posibilidad de que el fuera el último de su dinastía era algo que tenía muy presente. Maldita fuera la hora que su abuelo codició a un Omega que no le pertenecía, era una suerte que en Eliria tuvieran a esas cosas viciosas encerradas lejos de los demás seres humanos. Después del escape del seductor Omega, el rey de ese entonces había hecho venir a todos los Omegas, había secuestrado a unos y comprado a otros tantos. La instauración del Santuario mantuvo a los Omegas lejos del rey de las Tierras Muertas, pero los pocos que no llegaron a tiempo fuero torturados con la intención de que delataran a los fugitivos.

Gaero caminó por el pasillo entre las mesas, los consejeros se mantuvieron silenciosos.

—De ahora en adelante Celdrán se hará cargo hasta mi regreso— sentenció el rey— Todos le obedecerán— dirigiéndose al siempre pendenciero Narman— En tú caso con que no lo vuelvas loco será suficiente.

El rey no quería perder más el tiempo con discusiones políticas interminables, lo que debía hacer era algo que no podía ser pospuesto. Era hora de hacer valer el pacto, había destruido la torre que era una ofensa para la diosa Madre, ahora iría a su templo en el Santuario en Elyria y buscaría la solución.

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