UN DOMINGO RARO

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Me puse lo que se suponía que debía ponerme: vaqueros sin ropa interior y el jersey gris que el señor Park  me había regalado. Tenía los ojos cansados y preferí no ponerme las lentillas y dejar descansar la mirada un poco, así que cogí mis gafas y mi gorro de lana. Seguía lloviendo y hacía algo de fresco, sabía que acabaría agradeciendo habérmelo llevado. No lo usaba de diario porque era de mi época universitaria, demasiado informal y grande para llevar al trabajo.

Preparé café y me lo tomé tranquilamente mientras esperaba al señor Park, que tardó un poco más de lo habitual. Cuando oí sus pasos en la escalera ya casi había terminado mi taza, alcé la mirada de las preciosas vistas de la cristalera del salón y me encontré con un señor Park que parecía sacado de la policía secreta. Llevaba gorra de béisbol en un día de lluvia, junto con una camiseta blanca y una chaqueta de deporte gruesa y con capucha; además de unos pantalones vaqueros demasiado ceñidos y unas zapatillas de marca.

—Bueno días, señor Park —me obligué a decir, porque me había quedado en blanco por un momento.

—¿Gorro y gafas? —me preguntó, porque él también se había parado a mirarme de arriba abajo.

—Sí. Es mi día libre.

—Tú no tienes días libres —me recordó.

—Es mi día más relajado —me corregí.

Eso pareció valerle porque se acercó y se sentó frente a mí, en su sitio de siempre en la isla, para abrir su desayuno que ya había llegado.

—¿No lo has puesto en platos hoy?

—¿Prefiere que se lo ponga en un plato, señor Park ? —le pregunté, pero él no respondió.

Hundí mi cuchara en el yogur denso y amargo que no me terminaba de gustar y miré la hora en el móvil.

—El museo abrirá en una hora, con suerte podremos ver las mejores partes antes de que se llene de gente y tengamos que andar a empujones para acercarnos a ver los expositores —le dije—. Es un poco larga y seguro que terminamos encontrándonos con las familias de domingueros, pero no se preocupe, como se nos acerque algún niño gritón le daré una patada en la cara.

El señor Park siguió desayunando mientras me oía hablar, sin molestar en asentir ni mostrar interés alguno en lo que le estuviera contando.

—Espero que hayas cumplido el trato y no lleves ropa interior —fue lo único que dijo al final.

Le dediqué una mirada seria y esperé un momento antes de responder:

—Sí, señor Park. No se preocupe por eso.

Asintió y se tomó la última cuchara de yogur, apartando el envase a un lado.

—Entonces vámonos ya.

Recogí las cosas y tiré los envases a la basura. Llegamos al ascensor y pulsé el botón del garaje antes de sentir la mano del señor Park en la espalda, pero esta vez no se detuvo ahí, sino que subió mi jersey para rozar directamente la piel. Sentí un escalofrío por el contraste de su mano más fría contra mi piel caliente y me envaré un poco.

—Todavía no estamos en el museo, señor Park —le recordé.

Él se inclinó sobre mí para susurrarme al oído:

—De camino, en el museo y hasta la comida. Ese era el trato.

Chisqué la lengua con resignación y centré mi vista al frente. Hacía apenas una hora estábamos en la misma cama casi desnudos y piel con piel; y aun así me resultaba un poco violento que el señor Park me tocara. No sabía cómo explicarlo, pero no era lo mismo.

EL JEFE Y EL AYUDANTE - JIKOOK (ADAPTACION)Donde viven las historias. Descúbrelo ahora