Las rosquillas no son galletas

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Caminamos. Retuerzo mis dedos temblorosos al asumir ese simple hecho: caminamos. Crowley no ha propuesto ir en coche. En su coche. Por un instante, pienso en que, quizá, se deba a que el lugar al que nos dirigimos está demasiado cerca como para cogerlo. Sin embargo, tras diez minutos de pasos silenciosos e incómodos carraspeos, termino por aceptar que él no quiere que vuelva a subirme en el Bentley. Perdí ese derecho cuando me fui. Es su coche. No nuestro.

Alzo una ceja cuando él se detiene, admirando el pequeño local ruinoso que descansa frente a nuestros ojos.

— ¿Aquí es? —pregunto, incrédulo.

Crowley asiente. Su silencio -muerto e inerte- aclara todas mis dudas acerca de su repentino cambio de comportamiento: la caminata ha debido de rebajar su nivel de ebriedad. Observo cómo coloca las manos sobre sus caderas, abriendo su chaqueta negra de manera descuidada. Tras humedecer sus labios bruscamente, con la mandíbula apretada y una expresión gruñona, clava en mí su mirada.

— Aquí es —reitera.

Y entra. Abre la puerta con fuerza, de un tirón. Como si se tratara de la entrada de su piso y acabara de recordar que ha dejado el fuego de la cocina encendido. Aunque, si hablamos de Crowley, quizá no sea esa la metáfora más adecuada.

Al menos, de mi Crowley.

El antiguo, me refiero. Aquel que bebía whisky escocés en lugar de té inglés. El que conducía su Bentley para subir una calle por el mero hecho de conducir su Bentley. El que no dejaba pasar diez minutos sin hablarme sólo para escuchar alguno de mis comentarios casualmente ingeniosos.

Ese Crowley.

Sigo su sombra, adentrándome en el antro de paredes descamadas y goteras en el techo. El demonio estrella su mano contra el mostrador, pulsando repetidamente el timbre con una desmesurada fuerza. La tienda también huele a polvo y buhardilla. Recorro mi entorno con la mirada, advirtiendo sólo montones y montones de objetos amontonados sin sentido aparente.

— ¡Bel! —exclama, insistiendo en su llamada, impacientemente— ¡Belfegor!

¿Belfegor? ¿Quién es ese Belfegor? ¿Belfegor, el demonio de la pereza? ¿Y por qué le llama "Bel"?

Unos lentos y pesados pasos responden mis preguntas. Al menos, una de ellas. Y es que el tal "Belfegor" es la viva imagen de la holgazanería. Alzo una de las comisuras de mis labios, triunfante. Hasta que su presencia somete mi semblante, apretando instintivamente mis dedos y encerrando la parte interior de mis mejillas entre mis dientes.

— ¿Qué pasa, Crow? —los dos seres del averno entrechocan sus puños.

¡¿Crow?! Mi amigo no es un cuervo que yo sepa. «Claro que, ya tampoco es mi amigo». Trago saliva, ante la certeza de mis pensamientos.

Belfegor recoge sus cabellos oscuros en un descuidado moño, dejando caer el resto de su melena. Una divertida, pero despreocupada, perilla adorna su atractivo rostro. Es guapo. Hasta sin esforzarse en serlo. Contemplo sus ojos, completamente negros, con cierta curiosidad. Sobre todo, al advertir un breve destello en ellos. Un ínfimo brillo espeluznante que siembra una pequeña chispa en mi estómago. «Algo no va bien» percibo.

Sonríe.

¿Por qué tiene que ser tan guapo?

— ¿Vienes a por más...?

— No —le interrumpe Crowley—. No, no. Eso no.

Entrecierro los ojos. ¿Significa eso que tienen contacto a menudo? Si no fuera así, Belfegor no le habría ofrecido más... lo que sea. Siento cómo mis mejillas se encienden.

Nada es para siempreDonde viven las historias. Descúbrelo ahora