Dolor

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Hablamos. Parece una sencilla solución, complicada tan sólo por nuestro orgullo, inseguridades, y ese irrefrenable sentido del deber que me susurra, con una desmesurada insistencia, cómo he de actuar. El problema es cuando esos persistentes murmullos terminan enfrentándose a gritos con el desbocado palpitar de mi corazón.

No volvemos a besarnos. Sin embargo, ese nudo que estrangula mi estómago se deshace tras acostumbrarme a sentir sus dedos enredados entre los míos. Por lo general, el contacto físico no me resulta agradable -incluso, me atrevería a decir, me causa cierto rechazo-. Sobre todo, con Crowley. Aunque cuando se trata de él es por otras razones. Cuando se trata de él, son sus suaves manos temblorosas; sus escasas amplias sonrisas, esas en las que enseña sus dientes; sus incidentes ojos amarillos; sus gestos, todos y cada uno de ellos... Cuando cualquier persona establece un contacto físico directo conmigo, me alejo. Cuanto lo hace Crowley, todo mi cuerpo se paraliza y mi alma se inquieta ante el tacto de la suya. Pero no puedo decirle eso. Mis cuerdas vocales no bailan al son de mis sentimientos, a pesar de que todo mi ser se entregue al compás del suyo.

— No te vas a quedar, ¿verdad?

Sus palabras desgarran. No sólo a mí: puedo sentir cómo se resquebraja por dentro al pronunciar esa última frase. Porque sabe que no. No lo haré. Sabe que, por mucho que se retuerza mi corazón ante su ausencia, mi cerebro siempre dará una orden -aquella que considera más moral, más correcta- y todo mi cuerpo la hará suya.

Pero Crowley sonríe.

Es una sonrisa triste, apagada. Muerta. Pero lo hace. Y esa expresión opaca arrasa, como un tsunami, en mi interior. Así que olvido ese alarido agudo que mis entrañas entonan al tocarle. Ignoro la idea de que volver al Cielo se convertirá en todo un infierno. Alejo todo eso, importándome sólo ver cómo Crowley cierra los ojos al sentir la palma de mi mano envolviendo su mejilla. El oxígeno deja de entrar en sus pulmones, entrecortando su superflua respiración ante la calidez de mis dedos.

— Oh, Crowley... —mis ojos brillan ante mis inminentes lágrimas.

— Nada es para siempre —completa la frase.

Y sé que no es cierto. Sé que yo mismo pronuncié esas cuatro palabras hace diez años. Esas cuatro palabras que destrozaron su corazón y atravesaron el mío. Pero es irrebatible decir que ese demonio lleva siglos ocupando todo mi pecho, y toda una década posado sobre mis labios. Y eso sí es para siempre.

— Sabes que si me curas volveré a caer —confiesa—. La Sangre de Cristo no es la mayor de mis abstinencias.

Sonrío. Mi frente descansa sobre la suya, y ésta se deja caer en la mía. Advierto la forma en la que sus manos juegan con los dedos de mi mano izquierda, mientras deslizo mi pulgar derecho sobre su mejilla.

Caíste dos veces y no hice nada —me lamento—. Esta vez no te dejaré solo.

El ángel caído de quemadas alas negras abre los ojos y me contempla, sin separarse un ápice de mi figura.

— Pero te vas —subraya—. Y no tengo a nadie más. Y aunque lo tuviera...

Coloco mis dedos sobre sus labios, pidiéndole silencio con un leve sonido.

— ¿Confías en mí? —musito.

— ¿Me dolerá?

Niego con la cabeza. Sé a qué tipo de dolor se refiere. Aquel que le ha atormentado diez años. Aquel que he dejado pasar, a pesar de oprimirme con tanta frecuencia el pecho que asumí como un sentimiento más. Como una carga continua e inherente a mi persona que me acompañaría durante el resto de mi existencia.

Cuando le beso, le arrebato todo eso.

Me llevo dos lustros de aflicción conmigo. Los instalo en mi estómago, los anudo en mis tripas, y los encierro en el más puro rincón de mi espíritu. Para cuando separamos nuestros labios, la conciencia de Crowley se pierde en la mía; apagando su mirada a la par que se recuesta sobre el sillón, percatándose de que he drenado sus recuerdos, condenándolos cual Judas.

— Ángel... ¿Qué has...?

Me aproximo a él, con dulzura. Acaricio su rostro memorizando sus rasgos, sus poros.

— ¿Ves, Crowley? —le susurro— Nada es para siempre.

Vuelvo a posar fugazmente mis labios sobre los suyos, aceptando que nunca los volveré a besar. Gritando un "te quiero" sin palabras. Un "te amo" sin batallas.

— Ni siquiera el dolor.

Nada es para siempreDonde viven las historias. Descúbrelo ahora