Vínculo

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No me sentía diferente. Nada parecía haber cambiado tras la etérea parafernalia de deslumbrantes luces y templadas vibraciones. Sus ojos de serpiente aún se clavaban en mi silueta, inmutables. Casi inalterables.

— Supongo que ha funcionado —suelta.

Advierto mi par de alas extendidas a mi espalda, considerándolo como una señal de que mi divinidad ha sido redirigida a allá donde originalmente pertenece. Es curioso, ya que mi terrenal atuendo ha permanecido intacto a pesar de todo. No obstante, recojo aquello que me aporta ese fantástico y celestial mohín, volviendo a mi más humana apariencia sin vacilar. No sabría decir por qué, pero lo cierto es que el hecho de que él me vea así -con alas, túnica y sin zapatos- me hace sentir... incómodo. Desnudo.

Una parte de mí insiste en que debo marcharme. De hecho, incluso abro la boca para anunciarlo; pero es entonces, cuando reparo en cómo su mano derecha se agita -en un espasmódico movimiento- que decido volver a sellar mis labios. El demonio se sienta, transformando el agua que gentilmente Muriel nos dejó sobre la mesa en vino. Incluso el recipiente parece adquirir la tonalidad verde del vidrio. Titubeo unos instantes antes de decidirme a hablar:

— Crowley —le observo, asumiendo su perdida existencia frente a la mía—, ¿qué has estado haciendo estos años?

El demonio no varía durante varios segundos. No varía su posición, su expresión, su esencia o desparpajo. Crowley se mantiene inamovible -estático- en todos los aspectos posibles.

— Vender vino —confiesa, al fin.

— Y bebértelo, de paso —le reprocho.

Una vez más, me sorprendo a mí mismo. Eso es algo que yo jamás diría. No, al menos, de ese modo. Algo que yo jamás diría así a nadie. Excepto a él.

— Bebo mucho, angelito. Eso ya lo sabes.

Y es cierto, lo sé. Es más, el vino es algo que solíamos tomar juntos con frecuencia. Pero no así. No directamente de la botella, estando solos en un callejón oscuro de Camden Town con los pies sobre un puesto ambulante y el cuerpo derramado sobre una incómoda silla de plástico.

— No necesitas ese dinero, Crowley —insisto—. ¿Qué hacías allí abajo?

Se revuelve en su sillón, incómodo.

— Ya me dejaste claro que no querías saber nada de mí, Azirafel —escupe, con rencor—. No vengas ahora a darme lecciones de moral.

— Crowley, ¿qué hacías allí abajo? —repito, inquieto.

El demonio se pone en pie -botella en mano-, camina hacia mí haciendo eses, y, colocando su rostro a escasos centímetros de los míos, ladra:

— Beber.

Se aleja con grosería. Han pasado casi diez años. No ha podido estar diez años bebiendo sólo en el subterráneo de Camden Town. Mis manos nerviosas juegan con el filo de mi chaqueta. El demonio da otro largo trago.

— Deja eso ya, Crowl...

— No tienes derecho a pedirme nada —me interrumpe—. No es que se hayan separado nuestros caminos. Ni si quiera que te hayas ido al Cielo antes que largarte conmigo —algo se remueve en lo más profundo de mi estómago—. Es que han pasado diez años y no te has dignado a venir a verme.

Callo. Es cierto que para un ángel y un demonio una década es apenas un suspiro. Como un año para un humano corriente, quizá. Pero diez años sin Crowley no es lo mismo que diez años con él. Suspiro.

— No sabía... —balbuceo.

No sabía enfrentarme a ello. No sabía qué decirle, después de su despedida. Después de su beso. No sabía qué decirle tras dejarme como un idiota, con los dedos sobre los labios, el rostro desencajado y las lágrimas estallando en mis mejillas. Así que, simplemente, no le dije nada. Y, una vez más, la historia se repite: no sé qué decir.

— No sabía... —vuelvo a decir entre dientes.

— ¡¿No sabías qué, Azirafel?!

Mi espíritu. Mi alma. Toda mi inefable existencia estalla cuando deshago esa distancia. Cuando mis manos se estrellan contra los cuellos de su chaqueta, agarrándolos para atraer su cuerpo hacia el mío. Todo mi inefable ser estalla cuando le beso. Sus manos, lejos de entrar en conflicto como las mías en su día, encierran la tela de mi chaqueta entre sus puños, con la más ruda descortesía. No sé cuánto dura aquel beso. Sólo sé que, si el primero supo a un whisky mentolado, este, más allá de su sabor, me produce una cálida sensación en el pecho. Porque aquella vez fue una muestra desesperada de por qué debía quedarme. Una muestra que no supe gestionar. Pero esta... Esta vez le beso porque hasta la última de mis entrañas me empujaban a hacerlo.

Nos separamos. Nos separamos y, cuando él alza la mirada, cuando advierto esa fina capa húmeda recorriendo su amarilla mirada, todo mi mundo; mi universo; todo mi condenado Cielo se desmorona, rompiéndose en una infinidad de incontables pedazos.

Entonces me devuelve la mirada.

— ¿Sabes qué, Azirafel? —por un instante, creo apreciar cómo su voz tiembla— Yo no te perdono.

Se coloca las gafas, y se va. Recuerdo aquella vez que me lo dijo. «Soy imperdonable». En parte es cierto, no conozco a ningún demonio que haya sido perdonado. Me llevo la mano a los labios, preguntándome cómo es posible que echen de menos los suyos. Creo que debo ser el único e imperdonable ángel que siente que su bondad no le llega ni a las suelas del zapato a la de un desdichado demonio.

Los pasos ligeros de Muriel bajando las escaleras me distraen. Contemplo su figura, sonriente, preguntando si todo iba bien, ya que había escuchado cómo Crowley cerraba aparatosamente la puerta.

Mis dedos aún rozan la húmeda superficie de mis rosados labios.

— ¿Habéis probado las rosquillas?

Mi mirada vuela hasta posarse sobre el horneado dulce. Recuerdo la inquietud, el miedo que sentí al pensar que él ya no me seguiría. Que, tras dar con lo que pondría fin a las irregularidades, volvería a su oscuro escondrijo bajo las calles de Camden Town. Recuerdo cuando escuché sus pasos a mis espaldas. «Las rosquillas no son galletas». Mi mirada sonríe apuñalada.

Así que corro. Sin decir palabra, doy media vuelta y me abalanzo sobre la puerta de salida. Apresurándome para alcanzar su sombra allá en donde esté. Sin embargo, mis pies se detienen, frenando en seco, al descubrirle junto a la puerta, de brazos cruzados. Mi mirada se desvía hacia nuestro entorno.

Entonces, las ideas se desdibujan en mis neuronas, cuando la realidad me abofetea ante la inesperada certeza de que todos los coches de Londres se han teñido de un reptiliano color amarillo.

Nada es para siempreDonde viven las historias. Descúbrelo ahora