Los autobuses de Londres se enmarañan en las esquinas. Es increíble cómo un vehículo de, digamos, dos metros y medio de ancho, sea capaz de atravesar una calle curva de unos trescientos centímetros. Mis manos se aferran al asiento, pegando mi cuerpo a este todo lo que me es posible. Crowley se sienta delante de mí. Delante. No al lado, porque no somos amigos; ni detrás, porque no quiere verme. Ni siquiera apreciar mi figura frente a sus ojos. Pero yo sí. Yo contemplo la suya.
Ya casi no recuerdo el Soho. Ladeo la cabeza. «Ya casi no recuero el Soho» me repito. ¿Cómo no voy a recordarlo? Yo...
Crowley se pone repentinamente en pie, irrumpiendo abruptamente en mis pensamientos. El demonio pulsa el botón sin decir palabra, dándome a entender que la siguiente es nuestra parada. Al contemplarle ahí, de pie en mitad del transporte público, mis palabras se precipitan con desparpajo:
— ¿Por qué no hemos venido en coche, Crowley?
El pelirrojo me observa, sin dedicarme respuesta alguna. Cuando el autobús frena en seco, éste se baja aparatosamente, colocando las manos en sus bolsillos y caminando -sacando cadera y humedeciéndose los labios- hacia nuestro destino. Le sigo, apreciando cómo todos los coches, a nuestro paso, se vuelven de un incandescente amarillo; cómo las tiendas de ropa cambian sus sudaderas por chalecos, sus accesorios por pajaritas; cómo los vinilos abundan en los locales, y los pubs se tornan en cafeterías o restaurantes. Mi compañero parece no darse cuenta de este detalle, prosiguiendo su camino ajeno a todo cuanto nos rodea. «Soy yo» me repito.
Un escaparate me devuelve mi reflejo: luzco una conjuntada pajarita beige de delicados cuadros alrededor del cuello de la camisa. «¡Mis poderes están pasándose de la raya!». Aunque lo cierto es que echaba de menos lucir esa pequeña prenda que tanto me gustaba. He pasado años, siglos, haciéndolo. Siglos comiendo en restaurantes donde me conocían; siglos disfrutando de cada recoveco de esta ciudad nublada de rincones grises y esquinas intercaladas. Mi mirada sigue su sombra, aún más lúgubre de cómo la recordaba. Siglos, al compás de sus pasos.
Para cuando llegamos a la librería, el Soho ha terminado por recoger toda mi esencia. La idea de que la Tierra me eche de menos me provoca cierta punzada en el pecho. Es un sentimiento difícil de describir. En parte, porque me cuesta admitir que yo también la extraño.
— Te apuesto una rosquilla a que Muriel ha vendido algún libro.
Contra todo pronóstico, sonrío. No ante la devastadora idea de que, efectivamente, existe la posibilidad de haber perdido una de las ediciones dedicadas de Jane Austen; sino más bien al sentir que ese comentario es un poquito más propio de Crowley. De mi Crowley.
Entro en la librería, sintiendo cómo el demonio alza sus cejas y aprieta sus labios -en un inesperado gesto- a mi paso. Quizá sorprendido por el hecho de no apreciar pánico tras sus palabras, quizá esperando algún tipo de respuesta por mi parte. Pero es que, si le respondiera, sería con una gran sonrisa. No puedo hacerle eso cuando sé que volveré a marcharme.
Los libros están diferentes. Cierro el puño al advertirlo, sin borrar la falsa expresión despreocupada que mis hoyuelos auguran. Entorno los ojos, leyendo carteles indicativos de diversos géneros literarios que desconozco: young adult, literatura juvenil, contenido LGTB+, cómic, editoriales independientes... ¿Qué es todo esto?
— ¡¿Dónde están mis libros?! —estallo.
Crowley se detiene para mirarme. La comisura derecha de sus labios se alza, ocultándose en mi visión periférica con la seguridad de que no le observo. Pero no es cierto. Le veo en todos sus ángulos, perfiles y diámetros. Le tengo tan presente, de una forma tan inconsciente, que a veces creo que sencillamente lo considero como una extensión mía. Ese pensamiento me aprieta la mandíbula, sintiendo cómo esa tensión se propaga por todos mis huesos.
— ¡Don Fel! —exclama Muriel, cálida— Quiero decir, Señor Fel. Azirafel. Señor Azirafel —se decanta, asintiendo—. ¿Qué os trae por aquí?
Os. Hace tiempo que no oía semejante referencia. Porque cuando soy Arcángel, "me trae algo por aquí"; pero cuando sólo soy Azirafel -sólo yo-, "algo nos trae". No saber identificar mis sentimientos me produce una ansiedad que, aunque no desaparezca, se me da muy bien ignorar.
— ¡¿Dónde...?!
No termino la frase. Muriel, con un melódico gesto, da una vuelta completa a las estanterías. Mis libros se dejan ver, mostrándome que continúan tal y como los dejé.
— Están a salvo —asegura—. Pensé que podía renovar la librería adaptándola a estos tiempos —esboza la más amplias de las sonrisas—. Manteniendo sus tesoros fuera de peligro, por supuesto.
Dejo escapar un nervioso "Ah", a la par que asiento y le ofrezco el presente que le compré.
— Son...
— Rosquillas —se adelanta Crowley, encerrando sus palabras en un tono burlesco.
La chica -el ángel- me agradece el detalle, invitándonos a probar una y colocando el producto sobre una cercana mesilla para dejarlo a nuestro alcance. «Por si cambiáis de opinión», según dice.
No le explico la situación. Tan sólo le anuncio que debo llevar a cabo una pequeña misión en ese mismo local. La pureza de su alma asiente, aventurándose escaleras arriba para dejarnos nuestro espacio. Realmente, esa chica es todo un ángel en la Tierra.
Mis dedos vuelan sobre el suelo, tiza en mano. Los portales de desvinculación no son fáciles de activar; sobre todo porque con sólo fallar una runa podría abrir una puerta a cualquier otra dimensión divina. Tanto si la conocemos, como si no. Sin embargo, lo consigo. Tras unos minutos en los que el gato pareció comerle la lengua al demonio, el círculo está completo. Es entonces cuando decide intervenir:
— ¿De verdad vas a desvincularte del planeta?
Tardo en responder, mas finalmente me encojo de hombros. Crowley descansa sentado -tirado, despatarrado- sobre su sillón. Porque, aunque ninguno de los dos lo dijéramos en voz alta, ambos sabíamos que ese rincón le pertenecía. Sostiene un vaso de whisky en la mano. Whisky. No vino burdeos bebido a morros de la botella.
— Un astro te echa de menos, ¿no te parece una señal impresionante de que deberías, no sé, quedarte?
Me vuelvo a encoger. ¿Lo es? ¿Una señal de quién? No creo que Dios me envíe indirectas sobre cuál es mi lugar. Y si lo hiciera, claramente, me llevaría hasta el Cielo.
— Me echa de menos una ciudad gris que se las apañará muy bien sin mí —puntúo.
Crowley sonríe. Pero no es una sonrisa alegre. Sus labios muestran un pequeño gesto de tristeza, enmascarado con la más emponzoñada de las indiferencias.
— Ángeles blancos, demonios negros, y londinenses grises —remarca, antes de darle un único largo trago a su copa—. Nunca creí que te supusiera un problema.
— Ya no formo parte de tus tonos de grises —aseguro—. Ahora soy del blanco más puro que existe.
El pelirrojo estalla en una mueca. Se pone en pie, sin soltar el vaso vacío.
— No te lo crees ni tú, angelito.
Le sostengo la mirada. No. No lo creo. Y a pesar de ello, esto es lo que soy ahora. Trabajaré duro, cambiaré las cosas. Todo será mejor.
Doy media vuelta, colocándome en medio del círculo y juntando las palmas de mis manos. Una fría luz blanca exhala de entre las runas, envolviéndome entre su brillo y procurando sus efectos.
Me desvinculo de la Tierra, mirándole a los ojos y retándole, al decir:
— Nada es para siempre, Crowley.
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Nada es para siempre
FanfictionAzirafel -en calidad de Arcángel-, debe volver a Londres para encargarse personalmente de una serie de irregularidades detectadas en pleno Camden Town. Ningún ángel raso ha sido capaz de detectar su origen, o ponerles fin. Sin embargo, nuestro prota...