Puñetero Armagedón

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Crowley se pasea por la librería devorando todas las rosquillas. Me sorprende, ya que en contadas ocasiones le he visto comer. Siempre ha tendido más a la bebida. Comenzamos a especular a través de una absurda lluvia de ideas. Por un momento, me apetece servirme una copa de vino, mas termino por rechazar ese impulso al recordar la descontrolada adicción de mi compañero estos últimos años.

— Has hecho bien el proceso —me afirma, más que preguntar.

Asiento. He comprobado cada runa. Todo estaba en su lugar. De hecho, si no se hubiera desarrollado de forma correcta, lo más probable es que hubiera abierto algún portal o algo similar. En suma: nos habríamos dado cuenta del error. Pero nada de eso ha pasado. Mis alas se han desplegado, fortaleciendo ese nuevo vínculo establecido con el Cielo. ¿Qué ha podido salir mal? ¿No era ese, acaso, el problema?

— Belfegor se ha equivocado —reflexiono.

— Belfegor nunca se equivoca —me espeta.

La excesiva confianza que deposita en ese demonio me irrita la garganta. Mi expresión se enciende. Arde.

— ¡Pues esta vez lo ha hecho, Crowley!

El pelirrojo sella sus labios. Gira sobre sus propios pies, despacio, hasta mirarme de frente.

— ¿Estás celoso de Bel?

Le dedico un gesto de desacato. ¿Celoso? ¿Yo? Ni siquiera sé qué se siente al sufrir un arrebato de celos. ¿Pueden los ángeles acaso sentirse así? No lo creo. Lleno de ira -o puede que celos, o no sé qué sentimiento que se arrastra desde mis tripas para trepar por mi esófago y aflorar desde mi garganta-, me sirvo una larga copa de vino que me termino de un solo trago. Crowley hace ademán de detenerme, en vano. Dejo escapar el más desagradable gesto al ser incapaz de deshacerme de ese sabor amargo que se adhiere a mis papilas gustativas. Esto no es vino. Lo devuelvo de mis venas directamente a la botella.

— ¿Qué es esto, Crowley?

El demonio esconde su rostro entre sus manos, frotándose los ojos bajo sus gafas e intentado reconstruirse. Por alguna razón que no alcanzo a detectar, esa actitud me hiela, ebulle y condensa la sangre al mismo tiempo.

— Belfegor —tuerzo el gesto ante la mención de su nombre—, vende... una sustancia —mi innecesaria, pero presente, respiración se acelera—. Es algo que... Tú sabes que el alcohol es fácil de revertir para nosotros. Además, después de tantos siglos tengo mucho aguante y...

— No necesito que me recuerdes tu tolerancia al alcohol, Crowley —respondo, cortante—. Deja de marear la perdiz y dime qué es esto —señalo la botella sobre la mesa.

Se lleva las manos a la cabeza, echándola hacia atrás a la par que suelta un frustrante gruñido. Mis manos tiemblan ante la idea de que él haya...

— ¿Sabes lo que es la Sangre de Cristo? —señala.

Mi mirada se empaña cuando la ansiedad cruza la línea. Esa que separa mi escasa -pero controlada- estabilidad emocional de todo un cúmulo de sentimientos entremezclados. Enredados, enmarañados.

— Eso es una droga muy fuerte, Crowl...

— ¡No seas exagerado! —exclama— Además, lo rebajo con vino. Sólo me sirve para controlar los nervios.

— Has estado en el Cielo —le recuerdo—, en el Infierno, en Alpha Centauri, en la Tierra... ¡Te has enfrentado al puñetero Armagedón, Crowley! Y nunca te he visto drogarte. No así. El alcohol es una cosa, pero esto...

— No exageres —repite, apagado—. Es una droga muy consumida en el Infierno.

"Muy consumida" no es, en mi opinión, el término más exacto. Mi cerebro palpita, en blanco, unos instantes que saben a eternidad. No sé qué decir. No sé qué hacer. Por un segundo, me permito confesarme cuán igual me dan las irregularidades de Londres, mis deberes de Arcángel, y hasta el Segundo Advenimiento. Por un segundo, sólo lo veo a él, repitiéndose en un interminable bucle en mi cabeza, bebiendo esa cosa durante diez años.

— ¡Ah! —añade— Y no te pega nada decir "puñetero".

Está bromeando. Sus palabras me atraviesan el pecho como una estaca punzante. El pelirrojo estudia mi reacción, aterrada e incandescente. Pone los ojos en blanco.

— Vale, está bien, ¿sabes qué? —Crowley se hace con la botella, estampándola con fuerza contra la pared— ¿Contento? No compraré más, no venderé, ni beberé más, ¿vale? Le diré a Bel que se busque otro distribuidor.

Y debo creérmelo. Tan fácil. Una década ingiriendo una droga dura por mi ausencia y debo creerme que, sabiendo que volveré a marcharme, no volverá a consumirla más. No. Porque no es sólo cuestión de voluntad: existen muchos más factores a la hora de desintoxicarse.

— Toma —Crowley me ofrece la última rosquilla—. Muriel no ha vendido ninguno de tus libros, ganaste la apuesta.

Me quedo mirándole, inmóvil. Transcurren unos minutos en los que estoy casi seguro de que volveré a besarle. Pero entonces, tras sostenerme tanto tiempo la mirada, deposita el dulce en la palma extendida de mi mano, y se aleja. Inhalo, atrapando el olor de su marcha para exhalar la desgracia que ésta me supone.

— Es posible... —gruñe, apartando la vista mientras juega con sus manos, nervioso, abriéndose y cerrándose la chaqueta— Es posible que haya... —se aclara la garganta— Que haya estado pensando en ti. En nosotros, en que prefieres el Bentley amarillo, en tu ropa, en las horas que pasabas escuchando música en tu tocadiscos, en... —una breve carcajada grave se le escapa, diluyéndose en un sollozo mudo al resbalársele una lágrima desventurada— Joder, incluso en tus estúpidos truquitos de magia, ángel.

No me puedo mover. La primera vez que se sinceró conmigo, que hablamos entre nosotros, sólo habló él. Y está pasando lo mismo. Está soltándose, confesándome qué le hago sentir, y yo aquí, quieto. Paralizado. Paralizado del terror que me suponen sus labios sobre los míos, mis dedos sobre su piel y nuestra eternidad entrelazada. Paralizado ante la idea de ganar, cuando debería horrorizarme perder.

— He pensado que quizá sea yo —admite—. Intenté dejarlo hace unos meses, cuando empezó todo.

Frunzo el ceño. Él lo sabía. Llevamos horas especulando y hasta que no he bebido ese "vino" no me ha contado su mayor y, probablemente, más acertada teoría. Crowley parece leer mis pensamientos, cuando me reprocha:

— No te habrías quedado si lo hubieras sabido.

Y esa verdad me sienta como un rayo. Porque es cierto, me hubiera ido. Habría arreglado la situación directamente, curando su adicción con mis nuevos dones y me habría vuelto al Cielo. Sin él. No es justo. No es justo porque no se lo merece. No se mereció pasar todo eso sólo, perdido en un barrio lejos del suyo y ahogado en una infernal droga del demonio.

— Las relaciones son complicadas —interviene Muriel, dejándose asomar desde la escalera—. Siento haberme entrometido, pero se os escuchaba desde arriba —se justifica—. No he sentido amor, pero sí sé lo que es. Los libros son como las personas, pero portátiles y pequeñitos. Se aprende mucho de ellos —asegura—. Escuchad, no sé si es o no amor porque no sé si un ángel y un demonio pueden enamorarse, pero sí sé que, al veros... es lo que parece.

Ambos nos giramos hacia ella, que se sienta sobre uno de los escalones, encogida entre su timidez.

— El amor no lo puede todo. A veces pasan cosas que no esperamos o que creemos más importantes. A veces hay oportunidades, la vida cambia y es insostenible una relación —nos dirige una mirada tierna—, por mucho que se ame a esa persona.

Nunca hemos hablado de eso. Jamás hemos mencionado el amor.

— Yo sí creo que un ángel puede amar a un demonio —afirmo.

Crowley esconde sus manos en sus bolsillos, clavando su mirada en la mía. Se deshace de sus gafas, cierra los ojos con sutileza, respira hondo hasta calmarse, y, al volver a abrirlos, exhala:

— Yo cuánto puede amar un demonio a un ángel.

Nada es para siempreDonde viven las historias. Descúbrelo ahora