Epílogo: Rellenando surcos, tramando utopías

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Rellenando los surcos que hirieron sus vidas se les podría tramar una utopía, un final feliz para un par de desdichados renegados. Sin embargo, un final (feliz o no) es siempre un final y la muerte es buen asociado de las conclusiones.

En el funeral de Itachi hubo muchas lágrimas. Shisui lloró como si tuviera cinco años, aunque distaba enormidades de esa edad. Akane también se deshizo en llanto pues llegó a querer a Itachi como se quiere a un padre. Para sorpresa de algunos, Sasuke se mantuvo tranquilo y sin derramar una sola lágrima; tal vez el haberlo perdido antes le hubiera endurecido el corazón, quién sabe. Kisame no lloró, no podía hacerlo ya, se quedó en su sitio y silencio guardó.

Hubo gran número de personas en el funeral. La familia de la comadreja se había extendido con los años, tal como él algún día anheló. Había sobrinos, un par nietos y sobrinos nietos. Y aunque la mayor parte de la familia venía de la rama de Sasuke, todos ellos habían convivido con Itachi y lo querían.

Shisui se limpió las lágrimas por enésima vez y al instante sus ojos se volvieron a anegar. Era un hombretón de cuatro décadas y media de vida, shinobi consumado, pero eso nada le valía en el funeral de su padre. Akane le apretó el brazo y él se volvió a limpiar las lágrimas. Lloraba por Itachi y lloraba por Kisame. Era sensato (aunque no por ello menos duro) que ambos hubiesen muerto con apenas un par de meses de separación.

Hoshigaki llegó a los 81 años, la cual era una edad muy avanzada para un shinobi de su época. Además, aunque siempre fue fuerte, las viejas heridas volvieron a visitarlo. Dicen que las cosas que nos suceden de jóvenes cobran la factura cuando somos viejos. Más o menos eso le sucedió a Kisame y, un día, murió. Dos meses después Itachi lo siguió. Durante ese tiempo no se quejó de su salud. Era un apacible hombre de 70 años, desde su resurrección sólo había usado el Mangekyou en tres ocasiones y no tenía ninguna enfermedad. Aún así, Shisui intuía que no lo tendría por mucho tiempo más, no porque su salud fuese mala, sino porque estaba cansado y se le notaba en la cara.

Itachi había vivido siete décadas, pero siempre le parecieron más y en realidad fueron dos vidas. Sin Kisame ya no le quedaban muchas ganas de esforzarse. El amor de su vida murió, su clan estaba prosperando otra vez, su hijo tenía sus propios hijos, sus sobrinos también tenían los suyos, la paz se había mantenido. Una noche se fue a la cama sintiéndose colmado y extrañando a Kisame. El día siguiente no despertó.

La tumba de Itachi estaba junto a la del tiburón, quien, a pesar de pertenecer a Kiri, fue enterrado en Konoha. Toda una vida en esa aldea le ganó un pedacito de tierra en el cementerio, un montón de amigos y una familia.

Al final la gente se retiró. Era invierno y hacía frío, por lo que no se demoraron más de lo usual en las condolencias. Shisui y Akane fueron los últimos en marcharse; ella nunca le soltó el brazo.


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Entró en el cuarto que habían compartido el tiburón y la comadreja durante años y tragó saliva. Akane lo miró desde el umbral un momento y luego se marchó. Lo dejó solo en la habitación con los recuerdos.

El aroma de Itachi todavía se respiraba ahí, las cosas de Kisame aún estaban en su lugar. Luego del funeral de la comadreja (por varios días más) Shisui fue incapaz de asomarse a ese cuarto; le tomó otra semana poder entrar y el mes cambió de nombre para cuando se animó a limpiar al lugar. Sasuke no lo había hecho, bien podría haber limpiado y ordenado, pero creía que esa tarea le correspondía al hijo de Itachi y de Kisame.

Esa temporada del añoDonde viven las historias. Descúbrelo ahora