»identidad.«
Conjunto de rasgos o características de una persona o cosa que permiten distinguirla de otras en un conjunto.
Nueva España | Año 1755.
Teodora Villavicencio.
La noche que se extendía frente a ella prometía ser como todas las demás: bailes, conversaciones frívolas y miradas de desaprobación disfrazadas de sonrisas. En el rincón más oscuro de la habitación, Teodora yacía inmóvil bajo las suntuosas sábanas de su cama. La casona en la que había sido criada, con sus habitaciones elegantemente decoradas y sus muebles de lujo, había sido su mundo desde que tenía uso de razón. Pero en el rincón más oscuro de su mente, Teodora empezaba a cuestionar todo lo que había conocido hasta ahora.
Teodora había aprendido desde joven que su vida estaba destinada a seguir un camino trazado por otros, uno que la convertiría en una dama respetable de la alta sociedad. Pero mientras los días pasaban, sentía cómo su propia identidad se desdibujaba, como cada detalle de su persona era una creación de las expectativas y las normas que la rodeaban.
Risas y conversaciones animadas de los invitados a una fiesta en la planta baja llegaban a sus oídos. Las festividades en la mansión eran una rutina constante, un recordatorio constante de lo que se esperaba de ella y lo que recibía de manera constante: rechazo disfrazado de cortesía.
Ya era rutina: pasaba horas frente al espejo perfeccionando su imagen para las fiestas y eventos. Cada vez que sonreía ante algún retrato pintado, con una apariencia que no parecía ser la suya, sentía que una parte de sí misma se perdía.
—¿Qué estoy haciendo yo aquí? —susurró para sí misma.
Sus pensamientos la atormentaban. ¿Dónde quedaba su voz en medio de las conversaciones superficiales? ¿Dónde estaba su autenticidad en medio de un mar de formalidades? Se sentía atrapada en un papel que no había elegido y que, cada día, le resultaba más asfixiante.
Sus ojos se posaron en una imagen de la Virgen María en su tocador. Teodora alguna vez había sido una fiel católica, con la esperanza de que la fe finalmente pudiera darle sentido a su vida. Sin embargo, en esos días, su relación con lo divino había comenzado a tambalear. Se enojó con Dios, con los ángeles, y con cada figura celestial que alguna vez la había consolado.
La religión solía ser su refugio. Ahora, cada oración, cada vela encendida, parecía caer en oídos sordos. ¿Acaso Dios la había abandonado? ¿Era ella la que estaba equivocada o eran los ángeles los que habían olvidado su existencia?
Bueno, realmente parecía ser Teodora quien se había olvidado de sí misma.
Xóchitl Ahuactzin.
Desde temprana edad, Xóchitl había aprendido las enseñanzas de su abuela, una mujer sabia. Xóchitl, con sus cabellos adornados con flores silvestres y su huipil tejido a mano, se sentía parte integral de ese mundo. Sabía que cada gesto, cada palabra, cada canción eran un tributo a sus antepasados y a las deidades que protegían su territorio. Era un lugar al que pertenecía.
Pero la llegada repentina de hombres extraños a caballo, portando objetos desconocidos y palabras incomprensibles, había trastornado su mundo.
La noche envolvía la aldea en una oscuridad profunda, rota solo por la luz titilante de las antorchas que los invasores arrojaron, destellos de luz alocados, iluminando rostros enmascarados y relucientes armaduras metálicas. Gritos de pánico llenaron el aire mientras los padres luchaban por proteger a sus hijos.
Solo la promesa de Chimo, su hermano mayor, acerca de encontrarla la hizo caer en cuenta de lo que estaba pasando.
Xóchitl, junto con otros niños de su comunidad, fue arrancada de su hogar y llevada lejos, hacia un destino incierto. La única certeza que tenía era que se encontraba en un mundo completamente ajeno al suyo, rodeada de esos hombres que hablaban un idioma extraño, vestían ropas desconocidas y practicaban costumbres que nunca habría imaginado.
En un abrir y cerrar de ojos, su mundo se rompió en pedazos.
Xóchitl Ahuactzin había sido arrancada de su hogar con la misma ferocidad con la que una tormenta se lleva las hojas de los árboles. Sus ojos oscuros, llenos de lágrimas contenidas, se posaban en el horizonte mientras viajaba en una carreta destartalada junto a otros niños que, como ella, habían sido arrancados de sus familias. El paisaje cambiante, tan diferente de su tierra natal.
En la oscuridad de la noche, Xóchitl cerró los ojos e hizo un esfuerzo consciente por recordar las historias que su abuela le había contado junto al fuego, recordaba las historias de dioses y héroes que habían caminado la tierra mucho antes de que esos hombres llegaran.
En la mañana, Xóchitl se encontraba en la carreta, rodeada de hombres que hablaban en una lengua desconocida para ella. Los esfuerzos de los captores por comunicarse eran incomprensibles para ellos.
—¿Qué están diciendo estos salvajes? —se dijeron entre ellos.
Los hombres, cada vez más frustrados por la falta de comunicación, intentaron hablarles en un español más básico, pero ellos seguían respondiendo en su propia lengua.
—¿Qué haremos? —preguntaba uno.
—No entienden una palabra de lo que decimos. —habló otro.
Xóchitl los escuchaba atentamente, aunque no entendía lo que decían.
—Niman ye nohuian nican¹. —respondió alguno de los niños.
Los hombres continuaban su marcha, ignorantes de las palabras en náhuatl que resonaban en la carreta. A pesar de los intentos de comunicación, ninguno de los dos grupos podía entender al otro. En medio de esa incertidumbre, los niños compartieron una promesa silenciosa de preservar su cultura, lo que más valoraban, sin importar las dificultades que se avecinaban.
¹Nota: "Niman ye nohuian nican" significa "No entendemos aquí" en náhuatl.
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Flores y Mantillas | Teochitl.
FanfictionLas Leyendas AU. "Todos estamos rotos, todos nos rompemos, por el roce de un alfiler o por el golpe de un martillo, pero nadie está menos roto que otro, y nadie está a salvo de romperse tarde o temprano." Cuando Xóchitl Ahuactzin fue separada de su...