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»ruptura.«

Acción de romper o romperse.

Nueva España | Año 1754.

Teodora Villavicencio tenía apenas siete años de vida cuando tuvo que reconocer su papel en la sociedad.

Fue cuando se le enseñó sobre las normas de etiqueta y el comportamiento adecuado en eventos sociales que pensó que quizá ella no estaba diseñada para eso. Sin voz ni voto propio, ni siquiera elección, se vio obligada a aceptar las normas de una sociedad en la que no escogió nacer. La incomprensión se convirtió en su constante compañera, como una sombra que la perseguía en cada fiesta, en cada conversación superficial y en cada mirada de desaprobación por la sociedad.

Cada evento social, cada lección de etiqueta, cada mirada de desaprobación de su padre le recordaban que no era la vida que hubiera escogido de tener oportunidad. Esos intentos de rebelarse pronto se apagaron como vaso de agua lanzada a la vela. Pronto tuvo que encontrar algo en lo que adaptarse antes de ser una vergüenza completa.

Se percibió a sí misma como una niña católica cuando tenía ocho años o menos, incluso tenía la intención de ser una católica devota en todo el sentido de la palabra. Su fe podría haber sido quizá lo único que tenía consigo, el aferro al deseo de que alguien la viera desde arriba, que alguien la creara con un propósito dio un sentido en su vida. Más su fe tambaleó sobre una cuerda cuando los días pasaban y se volvían semanas, meses, y sus oraciones parecían no cumplirse. Se enojó con Dios, con los ángeles, ella se enojó con cada personaje celestial que se le ha mostrado, nadie parecía escucharla, y si lo hacían, mucho no les importa. Tal vez Teodora era el problema. La religión que tanto adoraba ahora se convirtió en una obligación más que cumplir, y en otro tormento más añadido a su día a día.

Ahora, con nueve años, ella estaría jugando un papel, un personaje que parecía maravillar a todos. Teodora sólo estaba deseando que sus días se fueran más rápido para dormir y encontrar un paraíso secreto, con un poco de suerte ella podría estar allí para siempre, con un poco de suerte ella ya no despertaría. Fue la primera vez que se rompió.

Xóchitl Ahuactzin tenía apenas nueve años cuando entendió la situación en la que vivía. El primer ataque en la aldea que vivía generó un impacto tan profundo que quedó grabado en su joven mente.

Ella estaría jugando todo el día luego de haber juntado hierbas para su abuela. Fue el repique de campanas al mediodía quien anunció un peligro que nadie había anticipado, un peligro del que ella no estaba preparada, si es que acaso había que estarlo. Ella realmente no entendía nada.

Xóchitl fue sujetada fuertemente entre los brazos de su padre, asomó su cabeza por encima del hombro en un intento de entender la situación, cuando su mirada se cruzó directamente con la de un hombre montado en un caballo, sosteniendo en sus manos algo que ella desconocía, sintió estremecerse, fue casi por instinto que tuvo necesidad de ocultarse, encontrando consuelo apoyada en el pecho de su padre. Dos o tres palabras por su parte; ella de nuevo estaba segura.

Otros niños fueron tomados, algunos por personas que Xóchitl identificaba como padres de cada uno, otros a la lejanía por personas que jamás había visto. Por primera vez, sus ojos inocentes se abrieron ante la brutal realidad. Dentro de su escondite aún resonaban los gritos aterradores, el sonido de los caballos y, débilmente, se apreciaba el resplandor de antorchas.

Pasó un tiempo, no el suficiente para que el día se volviera noche, pero sí el suficiente para percibir el rastro de destrucción y desolación que aquellos hombres dejaron tras sus pasos. La realidad de casas ardiendo y familias incompletas la golpeó. Fue la primera vez que se rompió.

Flores y Mantillas | Teochitl.Donde viven las historias. Descúbrelo ahora