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Verse forzado o convencido a obedecer o seguir la voluntad de otro.

Verse forzado o convencido a obedecer o seguir la voluntad de otro

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Nueva España | Año 1755.

Teodora Villavicencio.

El aroma a incienso y cera caliente proveniente de las velas llenaba la amplia habitación, mientras los enormes candelabros de latón colgaban majestuosamente del alto techo. Las paredes estaban decoradas con tapices de colores oscuros y retratos de antepasados con miradas severas que observaban con desaprobación cada movimiento que ocurría dentro de esas paredes. Todo aquello había sido el mundo de Teodora desde que tenía memoria.

Su madre, una mujer elegante pero implacable, había sido su principal guía en las artes de la etiqueta y el comportamiento apropiado desde una edad temprana.

"—Teodora, hija mía, debes recordar que las damas de la alta sociedad no se comportan de esa manera".

Decía su madre una y otra vez, con una voz suave pero firme, corrigiendo cualquier gesto o rastro de expresión inapropiado o diferente a lo que se necesitaba en el momento.

Ahora Teodora se encontraba en medio de la habitación, con un vestido de seda azul y blanco que se ajustaba al cuerpo, tratando de aliviar el calor que se acumulaba bajo tantas capas de telas que apretaban a su pequeño cuerpo. Cada movimiento casi sin esfuerzo, una repetición ensayada día tras día, noche tras noche.

Era una noche de fiesta en la mansión, como tantas otras, y de nuevo ella en su mejor papel.

—Teodora, por favor, sonríe un poco más. —le susurró su madre mientras pasaba junto a ella.

Teodora asintió y forzó una sonrisa que apenas ocultaba su desgaste emocional, rostro de alguien que había actuado en esta farsa tantas veces antes. La música y las risas de los invitados llenaban el aire. Todo sonaba lejano, como un eco hueco en sus oídos. Ella de nuevo estaba atrapada.

La joven observaba a su alrededor, viendo a mujeres elegantemente vestidas y hombres con trajes impecables, todos siguiendo las mismas reglas y normas, todos con el mismo comportamiento adecuado. Se sentía ahogada por la repetición, por la falta de autenticidad.

"Qué aburrido."

Un grupo de personas se reunió cerca de Teodora, comenzaron a hablar de últimas tendencias y eventos sociales de la temporada. Teodora escuchaba aquellas conversaciones, sin encontrar ningún interés real en ellas, solo la monotonía en palabras vacías.

—¿No te parece que la señorita Villavicencio luce algo aburrida esta noche? —comentó una de las mujeres con un tono condescendiente.

—Debe ser difícil para ella, es tan joven. —respondió otra.

Teodora bajó la mirada, sintiéndose fuera de lugar, ajena a su propia vida, atrapada en ella, incapaz de escapar a su deber.

—Señorita Teodora, ¿qué opinas de la música esta noche? —preguntó un hombre elegante.

Teodora abrió la boca para responder, pero sus palabras serían insignificantes, así que, en lugar de hablar, simplemente respondió con otra sonrisa, esperando que la noche finalmente llegara a su fin.

Xóchitl Ahuactzin.

Después de horas de viaje en la carreta, finalmente llegaron a un lugar que Xóchitl y los otros niños nunca habían visto antes. Era una especie de campamento, donde aquellos hombres y sus familias trabajaban arduamente en la construcción de nuevas edificaciones en medio de la naturaleza exuberante y desconocida.

Los niños fueron descendidos bruscamente de la carreta y separados en grupos. La voz de Xóchitl se perdió entre las voces asustadas de los otros niños. Los captores los miraban con desprecio, aún incapaces de entender sus palabras.

—¡Muévanse, salvajes! —gritó uno de los hombres, empujándolos.

Fueron forzados a marchar, atados y amontonados en carretas destartaladas cual ganado.

Estaban sometidos, obligados a cargar pesadas piedras, transportar troncos y realizar tareas agotadoras bajo el calor sofocante del sol. Las órdenes dadas en español eran un idioma incomprensible para ellos, y los castigos eran crueles cuando no cumplían con las expectativas de sus captores.

—¡Rápido, más rápido! —gritaba otro hombre, golpeando a uno de los niños que no podía con lo ordenado tanto como se esperaba.

Las jornadas eran largas y agotadoras, el hambre era constante, el sol y la sed castigaban sus cuerpos cansados. Los niños luchaban por entender las órdenes en español y eran castigados cuando cometían errores.

Las lágrimas se secaban en sus rostros y el miedo se mezclaba con el polvo del camino.

El día en que Xóchitl fue forzada a pronunciar sus primeras palabras en español fue uno de los más difíciles que había vivido

Al principio, se resistió con todas sus fuerzas, negándose a pronunciar palabra, pero estaba rodeada por sus captores, que la miraban con hostilidad. Uno de los hombres, alto y fornido, se acercó a ella con gesto amenazante.

—¡Habla, niña! —exigió en español, su voz llena de furia.

Xóchitl sintió un nudo en la garganta. Ella trató de responder en su lengua náhuatl, pero las miradas amenazantes de los demás y la violencia latente la obligaron a pronunciar las primeras palabras en español.

—Sí, entiendo. —murmuró, sintiendo el amargo sabor de la derrota en su boca.

Su resistencia comenzó a desmoronarse.

Con el tiempo, lo hablaría con tal fluidez que le provocaba repulsión.

Cada palabra le sabía a veneno, una traición a su lengua materna y a su identidad, cada palabra pronunciada era como un pedazo de su alma que se desprendía.

Cada palabra necesaria para sobrevivir.

Flores y Mantillas | Teochitl.Donde viven las historias. Descúbrelo ahora