28. El otro espejo

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Al descender, Harry pisó un suelo de asfalto y sintió una profunda nostalgia cuando vio la calle principal de Hogsmeade, tan familiar: los oscuros escaparates, el contorno de las negras montañas detrás del pueblo, la curva de la carretera que conducía a Hogwarts, las ventanas iluminadas de Las Tres Escobas... Y le dio un vuelco el corazón cuando recordó, con una precisión dolorosa, cómo hacía casi un año había aparecido allí sosteniendo a Dumbledore, que no se tenía en pie. Todos estos pensamientos le acudieron en el mismo instante de aterrizar, pero fue sólo un segundo porque, de pronto, cuando apenas hubo soltado los brazos de Ron y Hermione, sucedió que...

Un grito parecido al que Voldemort había dado al enterarse del robo de la copa hendió el aire. A Harry se le pusieron los nervios de punta y supo de inmediato que lo había desencadenado su aparición. Aunque todavía estaban los tres bajo la capa, miró a sus dos amigos, al tiempo que la puerta de Las Tres Escobas se abría de golpe y una docena de mortífagos con capa y capucha salían a la calle a toda prisa enarbolando sus varitas.

Harry le agarró la muñeca a Ron cuando éste fue a levantar la suya: eran demasiados para aturdirlos; si lo intentaban, delatarían su posición. Un mortífago agitó la varita y dejó de oírse el grito, aunque su eco siguió resonando en las lejanas montañas.

¡Accio capa! —rugió un mortífago.

Harry se agarró a los pliegues de la capa invisible, pero ésta no dio señales de abandonarlo: el encantamiento convocador no había funcionado.

—Así que no estás debajo del envoltorio ese, ¿eh, Potter? —gritó el mortífago, y dijo a sus compinches—: ¡Dispersaos; está aquí!

Seis mortífagos corrieron hacia ellos: Harry, Ron y Hermione retrocedieron tan aprisa como pudieron por el callejón más cercano, y sus perseguidores no chocaron contra ellos de milagro. Los chicos esperaron en la oscuridad; oyeron las carreras de aquí para allá y vieron los haces que salían de las varitas e iluminaban la calle.

—¡Vámonos! —susurró Hermione—. ¡Desaparezcámonos ya!

—Buena idea —corroboró Ron, pero antes de que Harry replicara un mortífago gritó:

—¡Sabemos que estás aquí, Potter, y no tienes escapatoria! ¡Te encontraremos!

—Nos estaban esperando —susurró Harry—. Habían puesto ese hechizo para que les avisara de nuestra llegada. Supongo que habrán hecho algo para retenernos aquí y atraparnos...

—¿Y los dementores? —gritó otro mortífago—. ¡Soltémoslos! ¡Ellos lo encontrarán enseguida!

—El Señor Tenebroso no quiere a Potter muerto. Quiere matarlo...

—¡Pero los dementores no lo matarán! El Señor Tenebroso quiere la vida de Potter, no su alma. ¡Le será más fácil matarlo si antes lo han besado los dementores!

Hubo murmullos de aprobación y el miedo se apoderó de Harry, porque para rechazar a los dementores tendrían que utilizar los patronus, y éstos los descubrirían de inmediato.

—¡Tendremos que desaparecernos, Harry! —susurró Hermione.

En cuanto ella pronunció esas palabras, Harry percibió que aquel conocido frío antinatural se extendía por la calle. Se apagaron todas las luces del entorno, incluso las estrellas, y en medio de la oscuridad impenetrable el muchacho notó cómo Hermione lo agarraba por el brazo y cómo juntos giraban sobre sí mismos.

Era como si el aire que los envolvía, y en el que tenían que moverse, se hubiera solidificado: no podían desaparecerse; los mortífagos se habían esmerado con sus encantamientos. Harry cada vez notaba más frío. Los tres retrocedieron un poco más por el callejón, andando a tientas y procurando no hacer ruido. Entonces vieron llegar una decena de dementores por la esquina; se deslizaban en silencio, ataviados con sus negras capas y dejando ver las manos podridas y cubiertas de costras; las siluetas sólo eran visibles gracias a que su oscuridad era más densa que la del entorno. ¿Acaso percibían el miedo? Harry estaba seguro de que sí: los dementores se acercaban más y más, haciendo aquel ruido vibrante al respirar que el muchacho tanto detestaba, atraídos por la desesperanza disuelta en el ambiente...

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