37. El comienzo

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Incluso un mes después, al rememorar los días que siguieron, Harry se daba cuenta de que se acordaba de muy pocas cosas. Era como si hubiera pasado demasiado para añadir nada más. Las recapitulaciones que hacía resultaban muy dolorosas. Lo peor fue, tal vez, el encuentro con los Diggory que tuvo lugar a la mañana siguiente.

No lo culparon de lo ocurrido. Por el contrario, ambos le agradecieron que les hubiera llevado el cuerpo de su hijo. Durante toda la conversación, el señor Diggory no dejó de sollozar. La pena de la señora Diggory era mayor de la que se puede expresar llorando.

—Sufrió muy poco, entonces —musitó ella, cuando Harry le explicó cómo había muerto—. Y, al fin y al cabo, Amos... murió justo después de ganar el Torneo. Tuvo que sentirse feliz.

Al levantarse, ella miró a Harry y le dijo:

—Ahora cuídate tú.

Harry cogió la bolsa de oro de la mesita.

—Tomen esto —le dijo a la señora Diggory—. Tendría que haber sido para Cedric: llegó el primero. Cójanlo...

Pero ella lo rechazó.

—No, es tuyo. Nosotros no podríamos... Quédate con él.

Harry volvió a la torre de Gryffindor a la noche siguiente. Por lo que le dijeron Ron y Hermione, aquella mañana, durante el desayuno, Dumbledore se había dirigido a todo el colegio. Simplemente les había pedido que dejaran a Harry tranquilo, que nadie le hiciera preguntas ni lo forzara a contar la historia de lo ocurrido en el laberinto. Él notó que la mayor parte de sus compañeros se apartaban al cruzarse con él por los corredores, y que evitaban su mirada. Al pasar, algunos cuchicheaban tapándose la boca con la mano. Le pareció que muchos habían dado crédito al artículo de Rita Skeeter sobre lo trastornado y posiblemente peligroso que era. Tal vez formularan sus propias teorías sobre la manera en que Cedric había muerto. Se dio cuenta de que no le preocupaba demasiado. Disfrutaba hablando de otras cosas con Ron y Hermione, o cuando jugaban al ajedrez en silencio. Sentía que habían alcanzado tal grado de entendimiento que no necesitaban poner determinadas cosas en palabras: que los tres esperaban alguna señal, alguna noticia de lo que ocurría fuera de Hogwarts, y que no valía la pena especular sobre ello mientras no supieran nada con seguridad. La única vez que mencionaron el tema fue cuando Ron le habló a Harry del encuentro entre su madre y Dumbledore, antes de volver a su casa.

—Fue a preguntarle si podías venir directamente con nosotros este verano —dijo—. Pero él quiere que vuelvas con los Dursley, por lo menos al principio.

—¿Por qué? —preguntó Harry.

—Mi madre ha dicho que Dumbledore tiene sus motivos —explicó Ron, moviendo la cabeza—. Supongo que tenemos que confiar en él, ¿no?

La única persona aparte de Ron y Hermione con la que se sentía capaz de hablar era Hagrid. Como ya no había profesor de Defensa Contra las Artes Oscuras, tenían aquella hora libre. En la del jueves por la tarde aprovecharon para ir a visitarlo a su cabaña. Era un día luminoso. Cuando se acercaron, Fang salió de un salto por la puerta abierta, ladrando y meneando la cola sin parar.

—¿Quién es? —dijo Hagrid, dirigiéndose a la puerta—. ¡Harry!

Salió a su encuentro a zancadas, aprisionó a Harry con un solo brazo, lo despeinó con la mano y dijo:

—Me alegro de verte, compañero. Me alegro de verte.

Al entrar en la cabaña, vieron delante de la chimenea, sobre la mesa de madera, dos platos con sendas tazas del tamaño de calderos.

—He estado tomando té con Olympe —explicó Hagrid—. Acaba de irse.

—¿Con quién? —preguntó Ron, intrigado.

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