Capítulo 14

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Un día después, mientras Alucard preparaba todo para su huida, el destino aciago decidió que las cosas no serían fáciles para ambos amantes, sobre todo en lo concerniente con el hijo en común que tenían.

Con ansiedad, la rubia trataba de comportarse lo más natural posible en presencia de Enrico, quien parloteaba con heroísmo y grandilocuencia sobre la lucha de los religiosos del Vaticano contra los monstruos que asolaban a esa región del condado de Kent, mientras los otros dos asentían en silencio y solemnidad. Integra lo escuchaba y le daba la razón en un intento de no levantar sospechas de manera repentina, sabiendo lo perspicaces que podrían llegar a ser el padre y la hermana. Además, salvo en las comidas, evitaba convivir mucho con ellos en la casa por esa misma razón, encerrándose con su bebé en su habitación e inventando excusas para que ellos no lo vieran, ya que era demasiado evidente que Adrian se desarrollaba rápidamente a pesar de tener el típico aspecto de un bebé recién nacido.

Percibía una mirada entraña y repulsiva de la tal hermana Yumie, por lo que no quería estar cerca de ella y su katana.

Cuando llegó la noche y los tres paladines de Dios se hubieran retirado a cazar más ghouls, Integra despidió a los empleados y se volvió a encerrar con su bebé. Sólo tenía que esperar un día más para que el vampiro los buscara, y así, poder preservar la vida y la seguridad de su pequeño hijo.

Lamentablemente para Integra, con la espera, la ansiedad y habiendo hecho dormir a su bebé, no había nada con qué entretenerse, lo cual desembocaba a hacer algo que no quería: replantearse sus decisiones y sobrepensar la situación. Pensaba que era una locura lo que estaba por cometer, que estaba echando por la borda la poca honra de mujer casada y de bien que le quedaba, que era de lo peor por abandonar a su marido por otro hombre (quien, de paso, era el verdadero padre de su hijo), que le daba miedo la incertidumbre de vivir con un monstruo y cómo sería su relación con él... Pero llegaba a la conclusión de que todo era por el bien de Adrian y esos temores y arrepentimientos se disipaban. Necesitaba protegerlo del mundo durante lo que le quedaba de vida; la culpa y, sobre todo, su amor de madre la hacían actuar.

Decidió que, si le hizo un gran mal a su hijo haciéndolo vástago de ese vampiro, se lo compensaría teniendo una vida con él, con el fin de que Adrian, a medida que creciera, pudiera controlar su naturaleza. Sabía que se vendrían días oscuros en la existencia del pequeño que dormía en sus brazos, y temblaba de impotencia al saberse incapaz de evitarlo.

Sólo le quedaba Alucard.

Y quién sabe, tal vez podría ser feliz con él como nunca lo fue con Enrico.

Sólo le quedaba confiar.

Cavilaba tanto sobre esos asuntos, que no se dio cuenta de que alguien había entrado en la habitación.

Era Yumie.

Y la miraba con una furia infernal, como si deseara quemarla como una bruja.

—¿Qué hace usted aquí? —demandó Integra con voz trémula. Tenía un mal presentimiento.

—Estoy aquí en una misión de Dios, señora Integra —replicó la religiosa con peligrosidad, mirando fijamente el pequeño bulto que suponía era Adrian—. Una hereje como usted no debería estar al tanto de los detalles.

El bebé, al sentirse tan observado, levantó la cabecita como pudo y contempló a la terrorífica monja. Pero él, en su inocencia, le sonrió, mostrando los diminutos pero brillantes colmillitos.

Yumie se espantó y entendió.

¡Trae a ese niño a como dé lugar, Yumie, en nombre de Dios!

El padre Anderson tenía razón al sospechar y encomendarle tamaña misión. Esa mujer estirada y rancia era una maldita puta de Satanás, al punto de darle un hijo producto del pecado. Moría por eliminarla, pero esas no eran las órdenes del padre; se contentaría con neutralizarla y romperle algún hueso antes de llevarse al mocoso diabólico.

Salvaje es el vientoDonde viven las historias. Descúbrelo ahora