Capítulo 1

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Tenía mis ojos cerrados. Recuerdo que alguien me empujó con fuerza. Caí.

Era de noche. El dolor pasó tan pronto que dudé si habría sido un sueño. De inmediato constaté que no lo había imaginado: estaba tirada en un suelo sucio y húmedo, junto a un contenedor de basura. Me puse de pie y caminé hacia la luz al final del callejón.

La calle estaba algo transitada. Había locales de comida rápida alrededor. Me sentía víctima de mis propios sentidos: las caras de la gente se me nublaban y no las distinguía. Mucho menos lograba ubicarme, aunque poco a poco iba recuperando la vista y el equilibrio.

Me toqué las ropas: estaba empapada, incluso tenía manchas de algo que parecía aceite de motor. Pisé algo filoso, y con ello me enteré de que no llevaba zapatos. El reflejo en los vidrios de una tienda llamaron mi atención: mi aspecto era el de una pordiosera mugrienta.

Algo me sacó del transe que efectuaba esa contemplación tan incómoda pero necesaria de mi apariencia: el farol detrás de mí de pronto se encendía y apagaba, sugiriendo explotar en cualquier momento. Luego escuché a lo lejos que alguien corría. Se aproximaba hacia mi dirección. Presentí que mi vida peligraba si no me movía.

Asombrada, empecé a escuchar con más detalle: distinguí cómo los zapatos de esa persona iban salpicando los charcos conforme avanzaba a gran velocidad. Se aproximaba. No le fui infiel a mi intuición: me moví de ahí. Caminé con prisa. Mi curiosidad le ordenó a mi cuerpo que girara mi cuello para mirar sobre mi hombro: se trataba de un hombre que vestía totalmente de negro, con el gorro del suéter puesto, dando una impresión todavía menos favorable. Parecía un verdugo. Reaccioné al instante cuando sus ojos, llenos de furia, se fijaron en mí. El foco de otro farol se empezó a iluminar tan fuerte que explotó. De pronto las demás luminarias empezaron a parpadear.

—¡Ada, detente! —rugió ese sujeto a lo lejos.

Sentí cómo la sangre corrió hacia mis pies y estos empezaron a correr. El miedo me hacía más ágil, incluso más resistente al dolor. Un objeto filoso penetró en mi talón y no sentí más que la sensación de la piel cortándose. La adrenalina subió a mi cabeza y me creí capaz de todo: de correr más rápido que una gacela, de volar más alto que un avión...

Pero todo aquello se convirtió en una ridícula idealización: ese hombre me atrapó entre sus brazos en cuanto me alcanzó, mientras repetía mi nombre para someterme más. Me apretó con fuerza y creí que mis costillas no resistirían. El aire se me escapaba de los pulmones y no podía respirar más. La gente alrededor solo se espantó y se alejó de inmediato. Nadie intentó ayudarme. Forcejeé y logré separar sus manos que se entrelazaban para retenerme, aunque tuve la ligera sospecha de que pudo haberme soltado solo un momento con el propósito de probarme.

—Tu vida corre peligro aquí —dijo, o eso escuché. Se plantó frente a mí, insistente y decidido a no dejarme escapar.

No le contesté. Empecé a correr nuevamente en dirección contraria a la suya. Pero no logré alejarme demasiado: me arrojó algo que se clavó en mi espalda. Mi cuerpo se puso rígido al instante y caí como un bulto del todo manipulable. Mi desesperación era inversamente proporcional a mi lucha por mantener mis párpados abiertos. Lo último que vi fueron sus zapatos a unos centímetros de mi cara pegada al suelo. 

LA REBELIÓNDonde viven las historias. Descúbrelo ahora