Capítulo 4

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Polanca tomó el micrófono para decir unas palabras a las casi mil personas que se reunieron cerca del monumento de la ciudad:

—Es un gusto para mí ser la representante de este movimiento —dijo con una voz melodiosa—. Con su apoyo, estamos seguros de que la vida de las vacas será digna y sana. Porque ellas son la verdadera fuente de vida. Creemos que es posible el respeto absoluto que merece esta especie por parte de la población. Juntos, preservaremos la bebida más natural que todavía existe: la leche. Néctar de energía positiva y transformadora...

Un cuarto de hora después concluyó con un gracias. Todos aplaudieron eufóricos. La mujer bajó del escenario. Luego llegaron en fila unas personas que estaban amagadas de las manos. Me preocupé: mostraban mucha desesperación. Cuando el último subió, empezaron los abucheos. «¡No vegetariano, no aliado!», la muchedumbre rugía en coro.

Minutos después subió una mujer con obesidad mórbida. Estaba vestida de la forma más vulgar posible, enseñando sus celulíticas y aguadas piernas, los brazos más gordos que la panza peluda de un borracho... Empezó a sonar una música muy pegajosa. Las personas que estaban cerca comenzaron a decir: «Amo al Artista, esta rola está con ganas».

Le bajaron a la música y entonces la mujer tomó el micrófono. Anunció:

Chiques, llegó el momente que todes estábamos ansiando desde que llegamos.

No tardé en saber que su nombre era Susanita, pues empezaron a vitorear una porra para ella. Tiró el micrófono y el sonido desagradable retumbó. Me impacté por lo que sucedió a continuación: ella también tenía un super poder. Empezó a expandir su cuerpo. En cuestión de segundos era enorme, más de lo que cualquiera hubiera imaginado que sería posible. Naturalmente, la estructura del escenario cayó, y se escuchó un estrepitoso ruido con el cual también hizo levantar todo el polvo en el aire. La gente empezó a hacerse hacia atrás mientras tosía y gritaba. Todavía sonaba música de El Artista de fondo.

La gente gritaba, reía, aventaba agua, empujaba. De un momento a otro, de la diversión se tornó en una escena salvaje. Algunas de las personas que parecían disfrutarlo mucho ahora parecían temerosas y confundidas.

No dejé de mirar lo que pasaba con la enorme mujer obesa de aproximadamente cinco metros de altura. Como si se tratara de la versión más grotesca y asquerosa de King Kong, se agachó para tomar a una de las personas que parecían rehenes, las cuales ya estaban unas sobre otras por el impacto del derrumbe del escenario. Me impresioné de que siguieran sin moverse, y deduje que tal vez alguien los controlaba para que no salieran corriendo, porque era de no creerse.

Susanita empezó a hablar y su voz era todavía más grave y escalofriante. Ya no necesitaba un micrófono, pues la intensidad con la que hablaba ahora era suficiente para que todo mundo la escuchara:

—¿Cómo sabrá un no-vegetariano que no paga sus impuestos? —dijo, mientras, en su palma, yacía un hombre tremendamente espantado que gritaba y luchaba por ponerse de pie. Acercó su nariz sobre el cuerpo del pobre e hizo como si lo olfateara con gusto—. Huele a incel —dijo con burla. Parecía un maldito animal hambriento. No podía quedarme sin hacer nada, entonces empecé a correr hacia allá para al menos intentar salvarlo.

Era tanta la gente que tenía que moverlas a un lado para llegar. La mujer gigante jugueteaba con la persona como si fuera un gato jugando con su presa antes de comérselo de un tajo. Una mano me tocó el pecho, deteniéndome. Era Dana. Me explicó gritando: «Haz lo que se te dijo y no intervengas». Sus ojos se encendieron en un rojo intenso. Volteé a ver la horrible escena y al segundo siguiente había perdido de vista a Dana.

Momentos después, llegó un grupo de personas vestidas de rojo de pies a cabeza, ocultando por completo su identidad. Traían pancartas que decían: «El derecho a decidir es hoy», «No más fenómenos», «El mundo es para los humanos de verdad». Conté alrededor de doscientas. Una mujer traía una bocina para vociferar las mismas palabras de las pancartas. Marchaban con tambores y hacían movimientos extraños con sus manos.

El grupo de personas a favor de los derechos de las vacas empezaron a atacarlos con insultos. Y entre los dos iniciaron las disputas. Unos minutos más tarde, cayó del cielo algo baboso y cristalino. Alcanzó a caerme un poco de eso. «¡Esa marrana nos escupió!», chilló una, apuntando a la enorme gorda. Sentí náuseas, pero las reprimí tragando saliva. La horrible y gigantesca gorda reía como loca. Y por sorpresa, mientras festejaba burlona, empezó a balancearse, como si alguien la estuviera empujando. La cara se le desfiguró todavía más porque estaba muy enojada. De tanto desbalancearse y estar a punto de azotar contra el suelo, el hombre resbaló de su gigantesca mano, y en ese momento se escucharon muchos gritos. Estábamos a punto de presenciar la muerte de un hombre inocente, cuando, de pronto, a unos cuantos centímetros de tocar el suelo, quedó suspendido en el aire; al segundo siguiente dejó de gravitar para caer en seco, pero sano y salvo. Alguien lo ayudó a pararse y juntos se alejaron del lugar. Las demás victimas ya no estaban. Y el telón de atrás del escenario, que hasta ese momento permanecía milagrosamente intacto, comenzó a incendiarse.

Entre los gritos de euforia y diversión, escuché otros gritos de desesperación, incluso lamentos. Gracias a mi capacidad auditiva, corrí hacia esa dirección. Mientras me dirigía lo más rápido posible, constaté que, a pesar de que la cosa estaba preocupante, había bastante gente que parecía disfrutarlo mucho: reían y aullaban de emoción, como si fuera lo más divertido y rebelde del mundo.

Llegué y había una chica en el suelo, en medio de otras personas.

—¿Qué le pasó? —grité. Nadie me respondió. La chica sufría y otra la acompañaba para, probablemente, protegerla de que no la pisaran. Me agaché y puse mis manos sobre su cabeza. En unos segundos se recuperó, solo que todavía le quedaron algunas marcas de sangre en el rostro. La otra chica me miró muy asustada, la que en un principio estaba a punto de golpearme para que no pusiera mis manos encima. Me levanté enseguida y comprendí que eso era lo que debía hacer con todos, sin importar quiénes eran. Sin importar si eran o no eran de oposición. Al final de cuentas eran personas.

Estuve alrededor de unos treinta minutos buscando a gente herida. Algunos eran de gravedad y otros apenas tenían unos rasguños. Logré sanar a unas veinte personas. Mientras lo hacía, no perdí de vista lo que pasaba con la gigante. Hasta que en un momento, no supe cuándo, desapareció su enorme figura a lo lejos y supuse que habría regresado a su tamaño natural.

De la nada empecé a sentirme mal. Me mareé y mi estómago dio vueltas, como si tuviera una licuadora raspando a mil por hora con sus cuchillas dentro de mí. Vomité con fuerza. Esta vez no pude evitarlo.

Desgraciadamente le di directo a una persona, la cual gritó de inmediato. Abrí los ojos llorosos y vi que se trataba de Polanca, principal organizadora de la manifestación. Su vestido blanco entallado al cuerpo ahora lucía asqueroso con una enorme mancha verde con tintes amarillos en el centro. Sus furiosos ojos se clavaron en mí y sentí cómo mi cara ardía de la vergüenza. No me salían las palabras. Gesticulé con mis manos para expresar disculpas y para que entendiera que había sido un accidente. Me empecé a marear más, era un agotamiento repentino e intenso. La escena duró menos de un par de minutos: las personas que escoltaban a Polanca se juntaron a su alrededor para cubrirla y pronto se alejaron.

Caí, rendida. Una mano tocó mi frente y después ya no supe qué pasó.

LA REBELIÓNDonde viven las historias. Descúbrelo ahora