Capítulo 7

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Empezaba a frustrarme con mis problemas de memoria. No podía recordar mi infancia. No extrañaba a nadie. Era una sensación rara estando sola. Hasta ahora no me había sentido más inadaptada social.

Encendí la televisión, y por un rato me la pasé cambiando de canal, sin decidirme nunca. Las noticias solo informaban sobre hechos muy trágicos y violentos. El canal de música no era de mi agrado: las letras de las canciones de El Artista eran muy misóginas, o muy vulgares, o muy tontas.

De la nada surgió un milagro: empecé a recordar los videos musicales de antes, que contaban historias; lamenté que ahora solo consistían en hacer twerking frente a una pantalla verde.

Eran las ocho de la noche. Alguien tocó la puerta. Era el perdido de Tristán. Nos sentamos en el sofá y pasamos el rato buscando qué ver. Me crucé de brazos: ahora era yo quien sentía que había algo extraño. A veces volteaba a verlo: era lindo, así, con su gorra azul, el cabello castaño y medio largo. Pero no me sentía enamorada de él.

—Supe que dejaste de ir la universidad —dijo Tristán.

No recordaba que estudiaba una carrera. Me vi en la necesidad de no preguntar nada para no revelar mi memoria de pollo.

—Ah, sí —dije pasados unos segundos. Me pregunté si habría percibido mi breve laguna mental.

—¿Quieres tomarte un año sabático? —alzó una ceja.

—No quisiera, pero he pensado hacer otras cosas y...

—El olor, ¡ese maldito olor! —se quejó Tristán—. ¿Acaso mataste a alguien y guardas sus restos en alguna parte?

Iba a decir algo cuando de pronto la luz se fue.

Me despedí de Tristán después de las diez. Habíamos pasado el rato en la banqueta, platicando. Sentí que nuestra relación había mejorado. Regresé a casa y cerré la puerta. Un par de minutos después, volvieron a tocar. Imaginé que a Tristán se le habría olvidado decirme algo. Mi corazón empezó a latir más rápido que casi podía escucharlo.

Abrí la puerta: era Evan. Entró con prisa. Se dirigió a la cocina, directo al refrigerador. Empezó a sacar todo, aunque no había mucho, luego rebuscó por los cajones y alacenas.

—Oye —le dije—, ¿qué haces?

—Buscándolo.

—¿Qué cosa?

No respondió. Corrió por las escaleras y subió al segundo piso. Lo perseguí. Entró a mi cuarto y empezó a desacomodar todo: abrió los cajones, sacó todo lo que había en el armario, incluso miró debajo de la cama y aventó el colchón al piso.

—Espera, espera —le dije, pero me ignoraba—, tienes que decirme qué buscas.

Tras varios minutos revoloteando cada rincón, salió y se dirigió al siguiente cuarto, el de los tiliches. Me quedé detrás suyo. Estuvo moviendo la acumulación de objetos inservibles de un lado a otro. Ni siquiera podía recordar por qué guardaba tanta basura. Luego se agachó y empezó a palmar el suelo. Se detuvo al fin cuando descubrió una tabla falsa, la cual levantó enseguida.

—¡Oh, por Dios, Ada! —exclamó—. Lo has tenido aquí todo este tiempo —me gritó, estaba molesto conmigo.

—¿Qué? —pregunté. Me acerqué y solo vi una bolsa negra—. ¿Qué hay adentro?

Evan se estiró la ropa para taparse la nariz.

—¿Por qué yo no huelo nada?

—Tápate la nariz también, toma —me dijo tras sacar un pañuelo negro de la bolsa de su pantalón—. Debí decirte que nosotros nacemos sin el sentido del olfato. Puede ser muy tóxico que respires esto.

—¿Qué es, Evan? Ya dime —insistí, ahora molesta.

—Una cabeza humana, Ada. ¿Te suena el nombre de Lulú?

—¿QUÉ? ¿Es ella?, bueno, él, bueno, ella...

—No te compliques, para la ciencia sigue siendo él.

—Esto es lo más horrible que... que he visto después de... Oh, no...

—Me lo tendré que llevar para que Peter lo revise —dijo con el ceño muy fruncido.

—¿Qué me van a hacer a mí? —dije casi llorando—. ¿Me tengo que entregar a la policía?

Evan me tomó del brazo y me llevó hasta el pasillo. Cerró la puerta tras de sí. Rodó los ojos al techo, como fastidiado, antes de decir:

—¡Cálmate, Ada! Vamos a suponer que esto nunca pasó. Y no harás nada que no te digamos con anticipación. ¿De acuerdo?

Asentí.

—Solo haz lo que te digamos —dijo Evan, con la penetrante mirada puesta a unos centímetros de mi cara empapada de lágrimas—, y te aseguro que nada malo te pasará. Confía en mí.

Evan metió la bolsa en su carro. Regresó para lavarse las manos; mientras lo hacía, me arriesgué a preguntarle algo que me inquietaba:

—¿Siempre te quedas a escuchar?

—Ada, es mejor no hacer muchas preguntas.

—¿Desde cuándo lo haces?

—Tengo una misión que cumplir, no te sientas importante.

Así como se apresuró a entrar, también lo hizo al irse. Me quedé con el pañuelo negro, lo froté en mi cara. Era tan suave.  

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⏰ Última actualización: Oct 15, 2023 ⏰

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