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Estoy enamorado de ti, profundamente enamorado.

Hace años, cuando todavía era un niño, después de regresar de la iglesia, le pregunté a mi abuela sobre el amor. Era domingo y habíamos parado en una heladería. Tenía en mis manos mi helado de chocolate, y se lo pregunté sin más.

Su voz tierna le dio un toque especial a su respuesta: "el amor es lo más perfecto que podemos ofrecer siendo tan imperfectos". Fue una respuesta que ahora me parece cuestionable, pero en ese momento la acepté sin reparo.

Me pregunto, si el amor es perfecto, ¿por qué estoy sufriendo?

Hay tantas cosas que necesito decirte, y parece que estoy escribiéndole a nadie. ¿Por qué no respondes?

Quiero no quebrarme, de verdad. Aunque no lo creas me asusta la oscuridad. Y suena a mentira porque he estado últimamente en ella.

Como ayer. No me gustó estar fumando con Andrés y sus amigos, ni estar bebiendo con Víctor con desconocidos. Pero lo hice. Me metí en esa mierda sin quererlo.

Por la mañana, cuando me desperté, el primer sentimiento que tuve fue de culpa. Entreabrí los ojos, pero la luz de la mañana me hizo fruncir el ceño. Demasiado brillante, demasiado implacable. La boca me sabía a ceniza y alcohol, y mi cabeza latía con un dolor sordo.

Recordé fragmentos de la noche anterior. Voces dispersas. El sabor ardiente del alcohol bajando por mi garganta. El sonido apagado de la música en el departamento. Víctor presentándome a un par de personas cuyos nombres ya había olvidado. Risas en la distancia. El destello de un encendedor iluminando rostros desenfocados. Mi reflejo en un espejo, mirándome sin reconocerme.

Cerré los ojos y traté de ignorar la sensación de pesadez en mi pecho.

Un golpe en la puerta me hizo sobresaltar.

—¿Benjamín? —Era mi madre. Su voz sonaba preocupada. —¿Ya despertaste?

Me quedé en silencio unos segundos antes de responder.

—Sí.

—¿Estás bien?

Otra vez la misma pregunta. Otra vez sin saber la respuesta.

—Tengo sueño —mentí.

Hubo una pausa. Luego un suspiro.

—Si necesitas algo, dime.

Escuché sus pasos alejándose por el pasillo y cerré los ojos de nuevo. No quería moverme. No quería pensar. Solo quería desaparecer un rato más.

Me arrastré hasta el baño y me apoyé en el lavabo antes de alzar la mirada. Mi reflejo en el espejo era un recordatorio de lo que estaba haciendo conmigo mismo. Ojeras profundas, la piel pálida y los ojos apagados. Parecía alguien que no dormía bien desde hacía semanas. Parecía alguien que no se preocupaba por sí mismo.

Me mojé la cara con agua fría, esperando que eso me hiciera sentir algo diferente. No funcionó.

Cuando salí del baño, la casa estaba en silencio, pero el ambiente estaba cargado. Bajé las escaleras y encontré a mi madre en la cocina, con la espalda tensa mientras lavaba los platos. No se giró al escucharme entrar, pero su postura lo decía todo. La tensión que había comenzado la noche anterior seguía ahí, flotando en el aire entre nosotros.

—¿Vas a desayunar? —preguntó sin mirarme.

No tenía hambre, pero sabía que decir que no solo haría las cosas peores.

—Sí —respondí, tomando asiento en la mesa.

Ella dejó un plato con pan y una taza de café frente a mí, pero su mirada finalmente se posó sobre mi rostro. Su expresión era una mezcla de preocupación y decepción. Sentí su examen silencioso: las ojeras, la palidez, el cansancio en mis ojos. Sabía lo que estaba pensando. Sabía lo que quería preguntar y no se atrevía.

Cartas para nadieDonde viven las historias. Descúbrelo ahora