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Andrea hablaba con entusiasmo de un libro que estaba leyendo, y aunque no podía evitar sentir que mi mente flotaba me gustaba escucharla. Había algo en su voz, en su manera de explicar las cosas, que me hacía sentir que el mundo podía ser sencillo por un rato.

Terminamos en una cafetería pequeña junto a la iglesia, con mesas de madera y un olor a pan recién horneado que se mezclaba con el aroma del café. Nos sentamos junto a una ventana, donde la luz filtraba en líneas suaves sobre la mesa. Andrea se entretuvo revolviendo su café con la cucharilla, mientras yo sostenía mi taza entre las manos, dejando que el calor me llegara hasta los dedos.

—¿Siempre vienes a misa? —pregunté, rompiendo el silencio.

—No siempre —respondió, sin levantar la vista—. Pero me gusta venir de vez en cuando y sobre todo los domingos. Me calma.

Asentí. No sabía qué responder a eso. No podía recordar la última vez que algo realmente me había calmado.

—¿Y a ti? ¿Te gustó? —preguntó después de un rato.

Pensé en la pregunta. En la sensación de estar ahí dentro, en la forma en que la luz de los vitrales coloreaba los bancos, en el murmullo de las oraciones. No me había sentido incómodo, pero tampoco podía decir que había encontrado algo significativo.

—No estuvo mal —dije finalmente.

Andrea sonrió, como si esa respuesta le bastara.

La conversación siguió con una ligereza que agradecí. Hablamos del café, de los planes para la tarde, de cualquier cosa que no tuviera peso. Durante un momento, sentí algo parecido a normalidad.

—Me gusta esto —dijo, removiendo su café con la cucharilla.

—¿El café? —preguntó Benjamín, sonriendo levemente.

—No, bueno, también. Pero me gusta esto. Estar aquí. Contigo.

Asentí, sintiendo un calor extraño en el pecho. No supe qué responder.

En ese momento, Sofía se acercó a nuestra mesa con las llaves del auto en la mano.

—Voy a dejar a las chicas en sus casas —le dijo a Andrea—. ¿Te vienes?

—Creo que me quedaré un rato más. Le diré a mi hermano que me pase a buscar.

Sofía me dirigió una sonrisa breve antes de despedirse. Andrea la vio salir por la ventana, luego giró de nuevo hacia mí y tomó un sorbo de su café.

El silencio entre nosotros se alargó, pero no se sintió incómodo. Fuera, el sol seguía alto, y el vaivén de la gente llenaba la calle de murmullos y pasos. Me apoyé en el respaldo de la silla y miré por la ventana.

—¿En qué piensas? —preguntó Andrea.

Me tomó un segundo responder.

—En nada —mentí.

Ella ladeó la cabeza, como si pudiera ver a través de mis palabras.

—Siempre piensas en algo —dijo.

Bajé la mirada a mi café, trazando un círculo con la yema del dedo sobre la superficie de la mesa.

—Solo estaba... tratando de recordar la última vez que me sentí tranquilo.

Andrea no dijo nada al principio. Se limitó a mirarme, como si esperara a que siguiera hablando. Pero no lo hice.

—¿Y lo recordaste?

Negué con la cabeza.

Ella deslizó la cucharilla sobre el borde de su taza, sin apartar los ojos de mí.

Cartas para nadieDonde viven las historias. Descúbrelo ahora