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Cuando llegamos a casa, el cielo ya se había teñido de un azul oscuro, con las primeras estrellas asomándose entre las nubes. Estacioné el auto en la entrada y Elías sacó el pastel. Apenas entramos, mi madre nos recibió con una mirada inquisitiva. 

—¿Compraron el de siempre? —preguntó, como si aún dudara de nuestra capacidad de elegir correctamente. 

—Sí, mamá —respondió Elías, rodando los ojos—. De chocolate, como siempre. 

Ella inspeccionó la caja con una sonrisa satisfecha y la llevó a la cocina. Mi padre estaba en la sala, hojeando el mismo periódico que había leído en la mañana. Al vernos, dejó el papel sobre la mesa de centro y se estiró. 

—¿Cómo estuvo la película? 

—Elías saltó al menos tres veces —dije, lanzándole una mirada burlona. 

—No es cierto —protestó él—. Tú también saltaste. 

—¿Y qué tal la comida? —interrumpió mi madre, antes de que la discusión escalara. 

—Bien —respondí—. Hamburguesas, como siempre. 

Ella negó con la cabeza con una sonrisa, como si ya lo hubiera anticipado. 

Nos reunimos en el comedor para partir el pastel. Mi madre encendió las velas y apagó la luz, sumiendo la habitación en una penumbra iluminada solo por el parpadeo de la llama. Elías cerró los ojos por un momento antes de soplarlas. 

—¿Qué pediste? —pregunté cuando la luz regresó. 

—Si lo digo, no se cumple —respondió con una sonrisa misteriosa. 

Comimos pastel mientras hablábamos de todo y nada. Mi madre contaba anécdotas de cuando Elías era más pequeño, mi padre recordaba sus propios cumpleaños de juventud, y yo me dejé llevar por la calidez del momento. 

Después de ayudar a recoger la mesa, me despedí y subí a mi habitación. Me dejé caer en la cama, sintiendo el peso del día sobre mí. Cerré los ojos y escuché el eco de las risas en la planta baja. 

A veces, la normalidad se sentía extraña. Como si no terminara de encajar del todo en ella. 

Tomé el celular y revisé las notificaciones. Nada de ti.

Suspiré y dejé el teléfono a un lado. 

Me acerqué a la ventana y corrí un poco la cortina. Afuera, el perro del vecino, un labrador viejo de pelaje dorado, estaba echado en la acera, mirando la calle. Está vez no ladraba.

Encendí un cigarrillo y apoyé el codo en el alféizar. El humo se enredó en el aire.

Unos golpes en la puerta me hicieron girar. 

—¿Ben? —Era Elías. 

Antes de que pudiera decir algo, abrió la puerta y entró sin esperar respuesta. Me miró y luego bajó la vista al cigarrillo entre mis dedos. 

—¿Desde cuándo fumas? 

No respondí de inmediato. Exhalé el humo y aparté la vista. 

—No sé —murmuré. 

Elías frunció el ceño, cruzando los brazos. 

—Mamá va a matarte si se entera. 

Solté una risa seca. 

—Entonces no le digas. 

Se quedó un momento en silencio. Luego suspiró y se apoyó en el marco de la puerta. 

—No te queda —dijo finalmente. 

Lo miré, confundido. 

—¿Qué cosa? 

—Fumar. No te queda. 

Me encogí de hombros. 

—No intento que me quede. 

Elías negó con la cabeza, pero no insistió. En lugar de eso, miró por la ventana, hacia el perro del vecino. 

—Siempre está ahí, ¿no? 

—Sí —respondí, apagando el cigarrillo en el cenicero junto a la lámpara. 

Él asintió, pensativo. 

—Debe estar esperando a alguien. 

No supe qué decir. Miré al perro otra vez y pensé en eso.

—Tal vez no espera a nadie —dije, más para mí que para Elías. 

Mi hermano se quedó en silencio un momento. Luego se encogió de hombros. 

—Deberías dormir —dijo Elías. 

—Sí. 

No se movió de la puerta. 

—No lo digo solo porque sea tarde. 

Giré la cabeza para mirarlo. En su rostro había algo entre preocupación y cansancio. 

—Estoy bien. 

—No lo estás. 

Quise contestarle algo, pero no encontré las palabras adecuadas. 

Él suspiró, como si esperara esa respuesta. Se pasó una mano por el cabello y luego señaló con la cabeza mi escritorio. 

—Si mañana no tienes clases, podríamos jugar algo. Como antes. 

Recordé esas tardes en las que nos encerrábamos en mi habitación con la consola y pasábamos horas insultándonos en broma cada vez que uno perdía. Antes de que todo se complicara. 

—Tal vez —dije. 

Elías no insistió. Solo asintió y dio un paso atrás. 

—Buenas noches, Ben. 

—Buenas noches. 

Cerró la puerta con suavidad. 

Me quedé unos minutos más en la ventana, viendo al perro hasta que cerré las cortinas y me dejé caer en la cama.

Me recosté de lado y vi mi escritorio. Sobre la madera desgastada estaba el cuaderno donde escribía a veces, cuando la noche se volvía insoportable. Últimamente había evitado abrirlo. No quería leerme a mí mismo. 

Aun así, estiré la mano y lo tomé. Lo abrí al azar. 

"Si algo me gusta de los domingos, es que la ciudad parece un poco más callada. No del todo, pero lo suficiente como para que el ruido no me moleste. A veces creo que el tiempo se detiene un poco. O tal vez solo lo deseo."

Era un fragmento que había escrito después de salir con Elías en bicicleta, antes del accidente. No recordaba haberlo escrito. 

Pasé las páginas. 

"A veces, cuando fumo en el patio, imagino que el humo es algo más que solo humo. Como si llevara consigo cosas que no sé cómo decir en voz alta. Tal vez por eso me gusta verlo desaparecer. Me recuerda que todo pasa, aunque a veces duela."

Cerré el cuaderno. 

No quería seguir. 

Me acosté de espaldas y miré el techo. 

Pensé en estos últimos días. En la misa con Andrea y en cómo, por un momento, todo pareció estar en calma. En la noche en el mirador con Andrés y en la sensación de vacío después de la fiesta. En las peleas con mi madre, en la resaca, en las noches en vela, en ti. Siempre en ti.

Me quedé dormido con la sensación de que algo se me escapaba. Como el humo del cigarro que vi desaparecer en la ventana.

Cartas para nadieDonde viven las historias. Descúbrelo ahora