Capítulo 3

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Dos horas después estoy aterrizando en Seattle, el cielo ennegrecido y las gruesas gotas de lluvia son los primeros en recibirme cuando abandono el avión. Uno de los tantos hombres que trabajan para mi se acerca en ese preciso momento, un paraguas en su mano que no duda en alzar sobre mi. Protegiéndome de la humedad y acompañándome hasta el vehículo que espera en marcha a unos metros de nosotros.

Me cuelo en su interior, acomodándome e indicándole al chofer la dirección. Entre tanto tomé un cigarrillo y lo llevé a mis labios, disfrutando de su sabor mientras nos incorporamos al tráfico de la ciudad. Las gruesas gotas de lluvia impactaban con fuerza contra todo aquello que se cruzaba en su camino, haciendo correr a los transeúntes y vaciando las calles. Nos movimos con rapidez, esquivando los semáforos en rojos y llegando a mi destino mucho antes de lo previsto.

Abandoné el vehículo, acomodando la chaqueta sobre mi cuerpo y caminando, a paso rápido, hasta colarme en la pequeña tienda de la esquina. En uno de los barrios más marginales, alejado de todo civilización, del trágico asfixiante y del ruido molesto de la sociedad, se encontraba ella. Tras un pequeño mostrador, su ceño levemente fruncido y los labios sellados mientras un anciano regordete parecía quejarse sobre algo.

Analicé mi entorno, estanterías repletas de libros me rodeaban. Algún que otro souvenir en mal estado y prendas bastante gastadas. Me acerqué hasta quedar tras el hombre pesado, queriendo enterarme de la situación.

—Ya le he dicho que no puedo hacer nada con el tamaño de las letras señor, si no ve, cómprese unas gafas —la chica, de dulce voz, sonó frustrada y cansada. Puedo asegurar incluso que las ganas de darle una patada en el culo palpitaban dentro de ella.

—¡Y yo le digo que quiero que las letras sean más grandes! —Con un golpe seco sobre el escritorio hizo saltar a la chica, que asustada enrojeció.

—Y dígame, ¿cómo aumento el tamaño de las letras de un libro ya impreso? ¿Con magia?

—Ese no es mi problema, yo soy el cliente aquí. Usted hace lo que le digo o me veré obligado a ponerle una hoja de reclamaciones.

—¿Qué? —Sus brillaron entonces, su voz se agudizó y el reconocido miedo surcó sus claros orbes.

Carraspeé entonces, llamando la atención de ambos. En cuanto sus brillantes fanales repararon en mi presencia se abrieron ligeramente, incluso un pequeño suspiro de sorpresa escapó de sus labios. Sin querer hacerlo dejé de apreciar su belleza y me centré en el anciano, esté me miraba con desdén e impaciencia.

—¿Es gilipollas o solo quiere que otra persona tenga tan mal día como usted?

La chica expulsó un balbuceó de sorpresa que quiso hacerme reír. Llevó sus manos a la cabeza y me observó como si me hubiese vuelto loco.

—¿Disculpe?

—Que se largue de aquí si no quiere acabar con los ojos fuera de las cuencas y metidos en el trasero.

El señor infló sus mejillas y durante unos segundos me observó con el mayor odio que pudo acumular, puedo jurar que en su cabeza estaba arrancándome la cabeza. Pero después, lanzó el libro sobre él mostrador y se fue, expulsando un sinfín de insultos a los que no le presté atención ninguna.

Entonces volví mi vista a la muchacha, que había pasado de estar roja a parecer un tomate a punto de estallar. Incluso sus orejas, visibles por la coleta que mantenía su rostro al aire, se habían teñido de ese color. Tu cuello también, parte de su pecho. Y puedo asegurar que su cuerpo entero ardía por la incómoda situación. Me gustaría saber si otras zonas también arderían de ese modo en otras situaciones.

—No tiene vergüenza, ¿verdad? —Preguntó, aclarando su garganta y tomando una postura más profesional. Su espalda se enderezó y su rostro comenzó a tomar un color normal.

En los brazos de la bestia Donde viven las historias. Descúbrelo ahora