Capítulo 12

615 32 11
                                    

El camión ingresó con lentitud, acercándose a nosotros y deteniéndose justo frente a mi. Mis hombres se movieron rápido, abriéndolo en el mismo momento que los tres ocupantes bajaron con las manos en alto y otros tantos los empujaban contra este, cacheándolos y cerciorándose de que no cargaban ningún arma. El camión también fue revisado, no queríamos sorpresas.

Turner, el más viejo que controlaba la zona sur del país, es un viejo amigo. Han sido largos años los que hemos trabajado juntos, llenándolos los bolsillos y protegiéndonos cuando ha sido necesario. Sin embargo, no confiaba en él una mierda. En este mundo no hay lealtad, tampoco amistades. Solo hay carroñeros dispuestos a meterte una bala en la cabeza con tal de quedarse con tu puesto y todo tu dinero.

Con un asentimiento de cabeza les ordené comenzar a trabajar, teníamos un largo día por delante. Con prisa comenzaron a sacar las decenas de palets del camión, llenando rápidamente el lugar vacío. Kilos y kilos de droga quedaron frente a nosotros y Seúl no necesitó mi orden para acercarse y comprobar su calidad. Un asentimiento por su parte me indicó que, nuevamente, su calidad era exquisita.

Encendí un cigarrillo tranquilo, acercándome a los tres conejillos que temblaban de pie a un lado del camión. Sus edades rondarían entre los 16-20 años. Tan solo eran unos críos, quizás con una vida complicada a la que no le veían otra opción. En este mundo aprovecharse de la desesperación de los demás es habitual, los más jóvenes matarían por las miserias que les entregan después de los trabajos. En mi caso no soy tan rastrero como para meter a niños a trabajar en esto, inocentemente pienso que negándome les daré la oportunidad de encontrar algo mejor. Aunque la realidad sea muy diferente.

—Habéis hecho un buen trabajo —animé, los tres sonrieron orgullosos —. Pero como os vuelva a ver trabajando para Turner os meteré una bala en la cabeza. Y sabéis muy bien quién soy, mi palabra siempre la cumplo. Ahora largaros.

Rápidos y temerosos ingresaron en el camión, poniéndolo en marcha y alejándose tan rápido como su velocidad les permitía.

Turner es un buen hombre con el que hacer negocios, su droga siempre es exquisita y nuestros clientes lo valoran. Lo conozco desde que entré en este mundo, fue de los primeros en darme su mano y confiar en mí. Siempre le agradeceré el apoyo que en muchas ocasiones necesité, por eso, han sido muchos los favores que le he hecho. Sin embargo, es un hijo de puta con unos gustos por los críos repugnantes. No es ningún secreto su afición por los menores, los juegos que utiliza con ellos y lo mucho que se aprovecha de su desesperación. He perdido la cuenta de todos los niños que ha violado y tirado como basura, arrebatándoles cualquier tipo de oportunidad.

Nunca me he metido en los asuntos de los demás. Pero los niños son intocables.

—Eso nos traerá problemas —Joseph apareció junto a mi, un cigarrillo entre sus labios y sus ojos fijos en los hombres que trabajaban sin parar.

—¿Crees que no podré controlar a Turner?

—Si descubre que eres tú el que está detrás de que todos los niños abandonen sus puestos, buscará represalias. 

—Ese viejo fondón no es tan estúpido como para ponerme en su contra Joseph, no te preocupes.  No hará nada que haga peligrar sus negocios, mucho menos desatará una guerra con nosotros. Somos los más poderosos, no lo olvides.

Asintió, poco convencido pero satisfecho. Poco después se alejó, gritándole furioso a un par de hombres que habían tirado algunos paquetes al suelo.

A veces resultaba divertido verlo esforzarse por ser así; malvado. Joseph es ideal en su trabajo, por eso lleva tantos años conmigo. Sin embargo, sé desde el primer momento que este no es su mundo. Lo que nunca llegué a comprender es por qué lo ha elegido, porque lleva tantos años acompañándome. A diferencia de mi o de cualquiera de mis otros hombres él sentía, y mucho.

En muchas ocasiones era débil, frágil. Se convertía en un niño asustado y perdido. Cualquier otra persona se hubiese desecho de él. Pero yo le tenía aprecio, incluso lástima. Además, siempre que lo necesité estuvo ahí. Y a pesar de estar en desacuerdo con muchas de mis decisiones siempre acató mis órdenes y nunca falló.

La lealtad es lo que hace a un hombre.

—Sabéis lo que tenéis que hacer —hablé alto llamando su atención —. No quiero ni un solo fallo. En unas semanas esta droga cruzará el océano y España ya está esperando por ella. Quiero que todo salga perfecto, ¿queda claro?

—Sí señor —respondieron todos al unísono.

Mi trabajo ya estaba hecho. La ruta estaba lista; España esperaba. Los hombres estaban elegidos, el día y la hora también. La cocaína estaba en nuestras manos. Ahora solo quedaba esperar, cerciorarnos de que todo saldrá como esperamos y actuar.

Han sido largos meses trabajando en esto, y al final resultaba casi sencillo al decirlo. Cuando la realidad es que detrás de todo esto ha habido peleas, asesinatos, quebraderos de cabeza, incluso los acuerdos han peligrado. Pero, como siempre, todo ha salido como debía. Aunque no se puede cantar victoria, no hasta la droga no llegue a su destino.

Tiré el cigarrillo hacia cualquier parte y salí de la nave. La noche hacía horas que se había comido el día, sumiéndolo todo en una oscuridad profunda que la tormenta incrementaba. El agua caía a caudal y el frío calaba hasta los huesos. Guardé las manos en mis bolsillos y caminé hasta el coche que esperaba a unos metros de lugar. Me colé en su interior y, como siempre, este se puso en marcha sin necesidad de decir nada.

Estaba cansado hasta la mierda, mi sien palpitaba con dolor e incluso mis músculos se sentían engarrotados. Ya no recuerdo la última vez que descansé de verdad, creo que hacía años que no lo hacía. Si me paraba a pensar la última vez que cerré los ojos y conseguí dormir sin tener pesadillas o mil mierdas en la cabeza, fue hace casi veinte años. Cuando tan solo era un niño y mi hermana mayor me abrazaba, cantándome aquella nana que conseguía dejarme KO en cuestión de segundos.

Ahora mis noches se basaban en mirar al techo, adelantar trabajo, desfogarme con alguna fulana, con alguna víctima o, simplemente, mantener los ojos abiertos sin hacer nada. Estaba acostumbrado, supongo que incluso a lo malo nos hacemos.

Mi móvil vibró, llamando mi atención. El número que brillaba en la pantalla me hizo suspirar con molestia, no dudé en colgar. Tenía las pelotas lo suficientemente hinchadas como para seguir soportando más mierda. Mantuve el teléfono en mi mano por tanto tiempo que terminé leyendo los números e inevitablemente pensé en ella. No dudé en buscarla, manteniéndola en mi pantalla.

Habían pasado ocho días desde la última vez que nos vimos. Desde que cenamos en un total y completo silencio que la hizo sentir más incómoda que la mierda. Después de sus palabras mi humor se fue al traste, así que lo único que supe hacer durante toda la noche fue gruñir como un perro y evitar todos sus comentarios.

Todavía puedo sentir su furia dirigirse en mi dirección como dagas afiladas, estoy seguro de lo mucho que deseó golpearme e irse de ese lugar. Sin embargo, en contra de todo lo que esperaba, Abigail se comportó hasta que decidí que era suficiente y la llevé a su casa. No hubo una despedida, tampoco la quise. Solo quería desaparecer de ese lugar y dejar de pensar mierdas sin sentido.

Sin pensarlo golpeé la pantalla, iniciando una llamada. Pegué el móvil a mi oreja y esperé, paciente, mientras los pitidos al otro lado de la línea reventaban mi tímpano.

—¿Diga?

—¿Quién cojones eres? —La pregunta salió rabiosa y brusca, como una orden que quería que fuese acatada ya.

La voz masculina al otro lado de la línea hizo saltar al lobo dentro de mi que, furioso, no dudó en apretujar el teléfono hasta hacerlo crujir. Abigail iba a ser mía, y lo que es mío no está cerca de nadie, mucho menos de otros hombres.

El chico respondió, lo sé porque su voz entrecortada se escuchó al otro lado. Sin embargo, el teléfono comenzó a romperse bajo mi mano y la conexión se perdió en cuanto este se partió a la mitad.

Sin dudarlo golpeé la ventana tintada que nos separaba a mi chofer y a mi. Esta se abrió rápido y los ojos de mi chofer chocaron contra los míos de inmediato.

—Llévame al aeropuerto, ¡rápido!

En los brazos de la bestia Donde viven las historias. Descúbrelo ahora