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La música resuena al punto de reventarle los cojones al vecino, pero a ellos no les importa, ni les interesa atender los gritos y golpeteos toscos en la puerta que el viejo del departamento de al lado les propicia para que hagan un poco de silencio

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La música resuena al punto de reventarle los cojones al vecino, pero a ellos no les importa, ni les interesa atender los gritos y golpeteos toscos en la puerta que el viejo del departamento de al lado les propicia para que hagan un poco de silencio. 

Ellos están más concentrados en devorarse los labios y continuar con el vaivén despreocupado de sus cuerpos, tirados en el enorme colchón de dos plazas que se compraron tras su último negocio, y enredados entre extremidades ajenas y finas sábanas de lino. Si apagaban la música, esa gente se quejaría en cambio de los gemidos, porque no había cómo complacer a nadie, y a estas alturas no les importa tampoco.

Fuera de aquellas extrañas instancias en las cuales despiertan al edificio entero con su música Motown a altas horas de la madrugada, la joven pareja es sencillamente agradable al trato.

Hay cierto algo en las bellas facciones del mayor de los dos: sus cabellos dorados, sus ojos azul cielo y su sonrisa socarrona y muy, muy encantadora. Hay otro tanto en el inocente semblante del menor de ellos: con su tímida mirada y reservado carácter. Roger y John, se llaman, y eran una dupla promedio... bulliciosa cuando les venía en gana, pero agradables, amigables con los niños. Muy generosos, pues asistían siempre con postres a las parrilladas que preparaban los del edificio los fines de semana en el salón comunal.

Eso, y tan solo un poco, extraños.

Los afiches de su negocio decoran las tablas de anuncios del modesto complejo de apartamentos, y de no ser porque son varias las ocasiones en las cuales salen de su hogar con equipos caros y de muy intrigante tecnología, los vecinos hubiesen creído que todo eso se trataba de un mal chiste. Después de todo son jóvenes, y, quizás por ello, inmaduros; pero no parece ser el caso.

Para colmo, parecía irles muy bien, pues si bien vivían en ese barrio promedio, lograban costear lujos y ayudar con favores y préstamos cuando era necesario, sin por ello verse comprometidos por falta de ingresos.

Los cazafantasmas, decían ser, y lo son, así sencilla y llanamente.

Saben que su negocio es extraño para muchos, y lo toman como un cumplido; incluso se lo toman de la risa, y es por ello su usual lista de reproducción es interrumpida por la canción de Ghostbusters de Ray Parker Jr., y muy a su pesar, es Roger quien decide detenerse a pesar de saberse tan cerca de alcanzar el clímax. Tienen una llamada entrante. 

—Contesta.

—Rog, amor, no... por favor, sigue —pucherea el menor, y se revuelve sobre la cama para poder pegar sus cuerpos, pero el rubio opta por separarse.

El ojizarco se levanta y desconecta el celular del parlante, y se lo lanza al menor para conteste. El momento en el que los parlantes se apagan y la música deja de sonar, se escucha desde el pasillo que los vecinos se tiran a aplaudir al percibir el silencio.

—¡Perdón! —grita Roger, ahorrándose la sutil carcajada que quiere abandonar sus labios al saberse un completo canalla, y regresa a la cama, ojeando a John, quien ya ha contestado la llamada y está anotando algunos datos en una libreta sobre su velador. 

La canción de Ray Parker Jr. solo implica una cosa: otro idiota cayó en su bien tejida trampa, y ellos, por lo tanto, tenían trabajo que hacer.

O pretender hacer.

Lo que sea.

El negocio era genuino, bien constituido con los permisos necesarios del gobierno y todo... no tenían lío en publicitarlo ni nada. No eran vistos como un fraude. 

La cuestión era que, a diferencia del matrimonio Warren, tan reconocido por jugárselas con demonios y otras criaturas, ellos dos nunca se habían topado con alguna de esas payasadas en sus años de responder llamadas de aquel tipo.

Empezó como una broma de mal gusto: un amigo de Roger había asegurado que en su ático vivía un fantasma, y ambos fueron prestos en ir a investigar tras una apuesta, y sólo actuaron como lo hacían los de aquellos programas de cazafantasmas en la tele, y el sujeto se lo creyó.

Continuó como una serie de experimentos: ¿cuánta gente caería en una trampa tan estúpida como esa? Resulta que mucha.

A la fecha, estaban posicionados como un buen negocio para exorcizar viviendas e identificar a los espíritus que en ellas residían, y se valían de trucos para ganar credibilidad. Así, con su sencilla lógica y excelentes labores de actuación pagaban la renta, viajes, y gustitos varios.

Su nueva cama era uno de esos lujos, y Roger la adora.

Es grande, es cómoda y es suya; por lo que no duda en colocarse de rodillas sobre ella, entre las piernas de su novio, y terminar lo que estuvo haciendo antes, y distraer al castaño de la llamada con éxito. Le importa poco que John le tire una almohada en la espalda. Le entretiene el sonrojo que pinta sus mejillas conforme hace el esfuerzo de no soltar intencionalmente algún sonido de placer al sentir la mano de su novio sobre su cuerpo. 

Le vale que, de fallar, el ruido aturda al potencial cliente que yace al otro lado de la línea.

Una vez que cuelga, lo mira dejar el celular a un lado, previo a tomar otra de las almohadas y tirársela en la cara —. Eres imposible, Taylor. ¡Idiota!

—Creí que querías que siga —bromea, sin dejar de hacer su labor, con un gentil movimiento de su muñeca que le saca un jadeo al menor.

—Mierda... sí, pero no mientras estoy contestando la llamada. Que por cierto t-tú me pediste que conteste... ah, demonios —suspira, dejándose caer una vez más sobre las almohadas, y por fin le permite a su cuerpo sucimbir bajo las atenciones del rubio, quien se tira a reír con una brillante sonrisa. 

—¿Y quién era? —inquiere una vez que terminan, y se recuesta junto a él en el amplio colchón de la cama compartida. 

—Huh, a que no te imaginas...  —contesta el menor, expulsando el humo de su cigarrillo antes de dárselo al rubio para que le de un par de caladas —. Adivina. 

—¿Buckingham de nuevo?

—Pff, no, mejor... —ríe, y recibe el beso que el de ojos claros le deja en la mejilla con una enorme sonrisa de satisfacción —. Ese cantante que te gusta, Freddie Mercury.

—¡Cállate!

—Te lo juro, amor... él mismo estaba en el teléfono, y no es todo.

Roger se sienta frente a él, insistiendo con la mirada en que resuma su idea, y a John le cuesta no reír por la manera en la que lo está observando.

—Quiere que nos deshagamos de muchos fantasmas que viven en su mansión, y para ello nos va a dejar quedarnos en su casa mientras él va de gira. Así que prepara las maletas, precioso.  Nos vamos al Kensington Palace Gardens. 

 

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