El día en cuestión

9 2 0
                                    

Heather estaba apoyada en la barandilla, mirando el atardecer. No era una experta en arte, pero siempre creyó que el rosa y el naranja eran colores que nunca combinaba, y sin embargo, el cielo crepuscular le resultaba hermoso, en especial esa tarde. «Si lo que soñó Panqueque es cierto, este será mi último atardecer» pensó, sintiendo el suave viento acariciándole las mejillas.

—¿Nerviosa? —preguntó Jake, apoyándose a su lado.

Heather se encogió de hombros.

—Ya no sé en qué creer —confesó ella—. Vampiros, una niña que sepa Dios por qué es tan especial, hipnotizados... Y ahora epifanías oníricas. —Suspiró—. Necesito un buen trago.

Jake sonrió.

—En el resto bar de la plaza tengo escondidas unas botellas de whisky —contestó él, dándose vuelta y apoyando la espalda a la barandilla—. Cuando esto termine, podemos y tomar un trago.

Heather le dio una patada en la pierna.

—Tenías alcohol encanutado para ti mismo, ¿y no pensabas decírmelo? —rio ella—. Imbécil.

Jake soltó una carcajada. Alzó la mirada al cielo, allí donde las rosadas nubes se desgarraban bajo el manto anaranjado. Ese atardecer era particularmente tranquilo, como si augurara una poderosa tormenta.

—Esta noche quiero turnos rotativos —dijo Jake—. De tres horas, para que todos puedan descansar. No sabemos a qué nos enfrentaremos mañana, quiero a todos frescos como una lechuga.

Heather asintió.

—Es una buena idea —secundó ella—. Los quiero a todos despiertos a las cinco de la mañana.

Jake le dio unas palmadas en la espalda; luego, la rodeó con el brazo. Ella apoyó la cabeza en su hombro, temblando.

Esa noche no hicieron más que repasar el plan mientras cenaban. Panqueque masticaba con un notable enojo en su rostro. Había luchado todo el día porque la dejaran ir, pero las respuestas siempre eran las mismas. Jabalí incluso habló en solitario con ella, explicándole pacientemente por qué no podía pelear, lo peligroso que era y lo fácil que resultaba que todo saliera mal.

—Entonces no vayas —había dicho la niña—. Quédate aquí conmigo. Si quieren cuidarme, entonces quédate conmigo.

La idea fue tentadora. Por un momento, Jabalí quiso quedarse, cuidar de ella y esperar a su lado. Pero disintió, diciendo que tenía que estar con el resto, peleando para acabar con todo lo más rápido posible. Desde que dijo eso, Panqueque no ha soltado ni una palabra en todo el día.

La noche transcurrió tranquila, con los típicos aullidos de los necrófagos a la distancia. Las pocas trampas que quedaban en pie fueron activadas. Jake alzaba la mirada cada vez que oía un estallido; estaba recargando las pilas de unos relojes de pulsera; cuando recorrió las favelas de Brasil aprendió que una buena sincronización puede marcar una absoluta diferencia.

La mañana siguiente llegó. Todos desayunaron como hace mucho tiempo no lo hacían y repasaron el plan una vez más.

—Cuando el reloj marque las siete, parten a Aviator Este —dijo Jake, señalando el mapa—. Para entonces, ya habré cruzado el puente Gaga con todos esos garradores a mi espalda.

Todos asintieron.

Jake se preparó para irse antes que nadie. En su pecho colocó su Smith and Wesson 500, en la cintura su confiable M1911 y a la espalda el rifle de caza; en la parte trasera de su cinturón colgaba una afilada bayoneta, y en una riñonera llevaba vendajes, agua y yodopovidona para limpiarse la herida una vez tuviera un descanso.

La Red EscarlataDonde viven las historias. Descúbrelo ahora